Cuando era un adolescente y ya medía más de 1´80 me molestaba mucho que me llamasen “niño”. No lo era, aunque tampoco me sentía un adulto del todo, pero esa era mi aspiración. Quería ser mayor y respetable, que me dejasen hablar los demás, que me tuviesen en cuenta y dejar de oír aquello tan detestable de: “cuando seas papa, comerás huevos”. Pertenezco a una generación, que ahora se llama del “baby boom”, esa y otras frases parecidas eran corrientes.

Los que a mediados de los setenta eran jóvenes habían corrido delante de los “grises”, habían peleado por la democracia, pertenecían a un escalafón superior. Yo quería parecerme a ellos, ansiaba que el tiempo pasase rápido por mí, despertarme una mañana luciendo un gran bigote, sintiéndome un hombre del todo. Nadie respetaba a los púberes. El mundo era maduro, incluso para los jóvenes de veintitantos años. Todos, jóvenes y adolescentes, mirábamos al futuro con esperanza. Viviríamos en una sociedad democrática, en la que por fin acorralaríamos la mediocridad. El mérito y el talento brillarían en un futuro próximo.

No sé si ha sido por el consumo de aceite de palma, los plásticos de los que se alimentan los peces y también los panes, el abuso de antibióticos o por la exposición prolongada a los píxeles de colores. Pero tengo la sensación de que cada día usamos menos el cerebro. Yo no podía imaginarme hace cuarenta años, mientras escuchaba a Serrat o Aute, descubría a Antonio Machado y Miguel Hernández, y flipaba con Pink Floyd y Alan Parsons, que en el futuro una pandemia arrasaría con todo. No pensaba que el sentido común habría desparecido y la lógica ya no tendría importancia. Me refiero a la enfermedad más grave imaginable, la peste del siglo XXI: el Síndrome de Peter Pan, la enfermedad por la cual la gente se niega a madurar, a tomar responsabilidades, a pensar por sí mismo, a equivocarse y luego asumir los errores propios, a ser autocrítico.

Que toda la sociedad se instale en la adolescencia, como en la canción de Violeta Parra, y vivir en los diecisiete es un drama. El reflejo de lo que digo podemos verlo en todas partes. Fijémonos en la política, en el periodismo, en la economía, en cualquier aspecto sociocultural. Todos los mensajes son más simples que el mecanismo de un sonajero, todo blanco, todo negro. Ya no existe la verdad, sino mi verdad, como si hubiese millones de verdades fabricadas “ad hoc”, como si por el hecho de existir tuviésemos derecho a tener razón.

Casi toda la producción audiovisual, salvo honrosas excepciones, se hace para los que no han superado la edad del pavo. Por eso hay tantos tronos en juego, tanto superhéroe, tanto vampiro incapaz de probar la morcilla de lustre porque contiene sangre. Los influyentes de hoy día son “cíberpredicadores” que no saben nada de nada, pero son seguidos a diario por millones de acólitos que compran su discurso en “espanglés”, de individualismo egoísta, irresponsable, infantil y hortera.

Un grupo de niñatos millonarios expertos en difundir el mensaje de todo por la cara, todo para hoy, todo sin consecuencias. Sus seguidores son personas jóvenes ya adocenadas y acríticas, que necesitan un mesías que les diga desde un canal de Youtube lo que quieren oír. Los hay no tan jóvenes, cada vez más, que se han negado a hacerse adultos, que siguen otras verdades alternativas, conspiraciones de manos negras y de doctores No. Por raro que parezca ya se veía venir, ya lo escribió Aldous Huxley en “Un mundo feliz”. Una sociedad infantilizada necesita Soma y circo, mucho circo.

Menudo futuro de peleles hemos construido. Me temo que a este paso no vamos a necesitar gallinas ¿Para qué queremos huevos si nadie se los va a poder comer?
Me dan mucha pena las y los chavales que sí son responsables, que piensan por sí mismos, que quieren cambiar la sociedad. Qué mala suerte han tenido naciendo en un mundo así. ¡Qué futuro tan estúpido nos espera!