Caminamos por senderos milenarios, humanizados por generaciones ingente de mujeres y hombres, que desde tiempo remotos han pisado, labrado y soñado estos campos. Paisajes que vieron cómo iban siendo  transformados en el devenir de la historia. Ahora quedan los recuerdos que viajan en el viento, en los átomos, recuerdos de vidas, amores, alegrías, tristezas e injusticias que se acumulan tras las viejas paredes de los caseríos abandonados, protegidos por los fantasmas de un pasado que no termina de irse.

Y en medio del tiempo infinito el olivo, el olivo que poco a poco dice adiós a sus troncos retorcidos como decía el poeta, a su belleza antigua, a sus ramas protectoras. Una nueva generación de árboles invaden los campos, sabiendo que su vida será efímera, que está vendida al mercado.

Seguimos caminando, cuando desde lejos creemos ver unas figuras fantasmagóricas, pero no de la misma naturaleza de los que habitan en los caseríos abandonados. Son figuras extrañas, tristes, que parecen clamar al cielo con los brazos extendidos hacia él. Al acercarnos comprobamos que son olivos, troncos más bien, muertos, algunos apenas con un hilo de rama verde. ¿Qué ha pasado? ¿De dónde vinieron estos viejos y sabios olivos para morir aquí? Después de contemplar durante un rato la bella tristeza de los troncos suplicantes nos alejamos llevándonos esta pregunta: ¿Merece la pena el intento de dar un nuevo lugar a los olivos que pertenecieron a otro paisaje, a otro lugar, dónde crecieron y se hicieron sabios? ¿Han muerto de nostalgia o de abandono?