Hubo un tiempo en un país donde era obligatorio pintar las casas antes de que acabara el año. Lucían entonces las fachadas vivos colores y, en las almas de sus moradores, cundía el ansia de progresar. Los flamboyanes derramaban el rojo intenso de sus flores sobre las tierras rojas cultivadas. Las lluvias de julio y agosto resaltaban la exuberancia verde de los cajús, mangos y plataneros. Palmerales interminables daban dátiles, aceite y vino. Por el río navegaban barcos cargados de mercaderías. Hubo un tiempo en el que las macetas florecían en los porches sombreados en los que muchachas casaderas regaban sus sueños de amores correspondidos. De pronto, todo se quebró, parece que para siempre, el año que no acabó porque nadie sintió la necesidad de pintar sus casas. Desde entonces en este país nunca han visto finalizar un año, como si diciembre hubiese desaparecido del calendario.

Ahora, de enero a noviembre la suciedad derrama su fatídica fealdad fachadas abajo, corre por las aceras hacia las calzadas taladradas de agujeros donde dormitan perros sarnosos, indolentes ante el acoso de los coches que intentan sortear cien mil millones de baches. En ningún otro lugar del mundo puede haber más curvas que en una calle recta de esta ciudad, de este país. Desapareció diciembre y las cerraduras empezaron a abrir y a cerrar en el sentido contrario que lo habían hecho antes. Para abrir hubo que cerrar y para cerrar hubo que abrir. Las ventanas descolgaron sus bastidores para que nunca más cerraran el paso de las lagartijas. Las macetas dejaron de dar flores y los flamboyanes cesaron su perenne siembra de pétalos sobre una tierra roja que también abandonó el hábito de ofrecer alimentos. Los estragos de un tiempo detenido.

El país entero no funciona desde el mismo momento en el que dejó de llegar diciembre. Los habitantes de este país no encuentran una silla firme en la que sentarse ni unos zapatos con la suela entera con los que caminar. Todo está averiado, lo mismo que los cerebros. Tal vez por eso miran al vacío durante horas, absortos quizá en el recuerdo del azul que antiguamente teñía la fachada de la catedral, ahora tan descolorida como sus esperanzas. Como las cerraduras, los pensamientos andan al revés, patas arriba.

Los habitantes de este país encuentran un problema cada vez que buscan una solución. Eligen un gobierno, pero tropiezan con una banda de salteadores. Niños y niñas estudian durante años, pero apenas aprenden durante segundos. Los pescadores recogen sus redes repletas de broza, latas y envases de plástico roñoso. Las mujeres abren los grifos y reciben el rugido gutural del aire que recorre la tubería de punta a cabo. Las bicicletas no tienen pedales, las motos carecen de gasolina, los autobuses perdieron las ruedas tiempo atrás y los camiones circulan sin parabrisas. Desalentados, los habitantes de este país deciden emigrar, pero en el camino sólo encuentran las alambradas, porras y tiros de los gendarmes.

¿Quién le ha robado el mes de diciembre a este país? ¿Si el ladrón no lo devuelve pronto, cómo van sus habitantes a pintar las casas si nunca más llega el fin de año? ¿Tendrá que llover el azul del cielo para que las paredes de la catedral se cubran otra vez de su mejor color? ¿O tendrá que empezar alguien a pintar en noviembre como si fuese diciembre? Es posible que en este país vuelva a haber un tiempo en el que una mujer joven -no sé por qué, pero tiene que ser ella- cogerá una lata de tinta y un rodillo y recorrerá la ciudad repartiendo verdes, azules, rojos, amarillos, morados... Ocurrirá durante cualquier mes del año, sin que a ella le importe que en el calendario falte diciembre.

Será un viento huracanado con nombre de Fatumata, Mariama, Cadi, Aixatu, Djena, Sirem, Marta, Aninha y Maimuna... Vendrá igual que un rabo de nube renovador barriendo las montañas de basura que ahora cubren los mercados de la ciudad. Teñirá otra vez las fachadas de las casas, devolverá a las cerraduras su sentido natural. De nuevo los flamboyanes pintarán de rojo el paisaje, las macetas florecerán en la umbría de los porches, los cultivos producirán alimentos, los pescadores encontrarán peces en el río y las muchachas casaderas soñarán con amores correspondidos. Los palmerales darán dátiles, aceite y vino cuando el año empiece y termine cualquier mes del calendario. Cuando no haya que esperar a diciembre ni obtener permiso para soñar.