Cuando el capitán Hernando Lope escaló la tapia del jardín de Blanca, aquella noche del verano de 1502, hacía diez años que un tal Cristóbal Colón había llegado a las Indias a través del misterioso Océano, más allá de cualquier frontera conocida. Hernando, que la había conquistado meses atrás en las bodas de su prima Beatriz, se lo había contado la primera noche que pasaron juntos gracias a los artificios de Juana la Mulata.

El capitán se marcharía con Cristóbal Colón en un nuevo viaje que el almirante estaba preparando, peligroso, pero del que volvería cargado de oro y gloría. Eso fue lo que le dijo aquella noche entre la pasión de él y las lágrimas de enamorada de ella. Al amanecer de aquella noche de verano se despidieron sin saber que era para siempre, con eternas promesas de amor. Hernando le pidió un mechón de su cabello que llevaría colgado de su cuello para que lo protegiera en las lejanas tierras donde iba a buscar fortuna y gloria.

Pasó el tiempo y Blanca comprobó aterrada que el amor de Hernando había dejado una consecuencia natural dentro de su vientre. En vano esperó cartas, mensajes, algún indicio de que las promesas de su amante iban a ser cumplidas. El tiempo pasó sin consideración y Blanca vio pasar ante ella la vida sin tocarla. Primero la reclusión en el campo, con sus tíos, más tarde en aquel extraño lugar, el cual no sabía muy bien dónde se encontraba. Allí nació su hija ,que le arrebataron apenas unas horas después. Pasados unos días la recluyeron en un convento de Soria, sombrío, apacible, donde aprendió a vivir de recuerdos y oraciones.

Los años fueron pasando sin que ella tomara parte en ellos, todo ocurría fuera. Cerca ya su muerte, supo que su hija vivía en Córdoba en la casa de sus abuelos, y que se había casado con un joven segundón con el que partiría a tierras americanas. Al menos mi hija, pensó, no se verá abandonada por el hombre que tiene que velar por su honra, puede que incluso se amen y partan ilusionados. No pudo saber que a su hija y a su marido se les perdió el rastro buscando el Dorado, en tierras cenagosas cerca de lo que más tarde se llamaría Riohacha. Nunca se supo qué fue de ellos, aunque corrían relatos de cómo se habían fundido con los nativos y la naturaleza.

Muchos años después, en una aldea perdida, un tal José Arcadio Buendía, con la ayuda de unos imanes, encontró una armadura oxidada y dentro de ella un esqueleto con un relicario al cuello y dentro del mismo un rizo de mujer. Aquel día en Macondo alguien sintió que el pasado se hacía presente para siempre recordando la historia que contaba su bisabuela y cómo le decía que ella la había oído de sus bisabuela y se perdía en las noches de Riohacha.