En política, el chovinismo rara vez es buen consejero. La experiencia demuestra que no es mal negocio copiar —o adaptar sin complejos— fórmulas que funcionan en otros lugares. Los políticos más peligrosos son los que apelan a nuestro sistema límbico, inflamando el orgullo de “lo nuestro” para evitar el examen de “lo que podría ser mejor”. Esto viene al caso de un reportaje sobre Copenhague ante el que no pude evitar comparar algunos aspectos que distinguen aquella sociedad de la nuestra. No todo el monte es orégano —evidentemente— pero la capital danesa cumple con creces muchas de las condiciones que hacen de una ciudad un buen lugar para vivir: aire limpio, una red de transporte público eficiente, políticas de bienestar y una planificación urbana que combina inteligencia técnica y sentido común.
Copenhague está pensada y diseñada para ser recorrida en bicicleta, a pie o en transporte público. Cuenta con un sistema llamado Green Wave (la ola verde), mediante el cual los semáforos se sincronizan para que los ciclistas que circulan a 20 km/h durante la hora punta encuentren todos los semáforos en verde. Según Statistics Denmark, más de un tercio de los edificios de apartamentos son viviendas cooperativas, lo que amortigua la especulación y equilibra el mercado inmobiliario. No en vano fue nombrada en junio la ciudad más habitable del mundo, según el Global Liveability Index 2025, elaborado por la Economist Intelligence Unit, con una puntuación de 98 sobre 100.
Superó así a Viena y Zúrich gracias a su alta valoración en estabilidad, educación, infraestructura, salud, cultura y medio ambiente. No se trata de un paraíso, pero sí de un modelo civilizado donde la sostenibilidad no es un eslogan, sino una práctica cotidiana. Existen múltiples fórmulas colectivas de convivencia pensadas para diferentes edades y tipos de familias, todas bajo la idea compartida de que el futuro no pasa por individualizarse, sino por reforzar los lazos comunitarios.

Las preguntas surgen solas: ¿no nos gustaría alcanzar algo parecido? ¿Qué nos impide hacerlo? Basta mirar a Madrid. Cuando el PP volvió al gobierno tras la etapa de Carmena, se apresuró a desmontar buena parte de lo que convertía a la ciudad en un ejemplo de sostenibilidad. Madrid Central, emblema de la lucha contra la contaminación, fue su primera víctima: lo vaciaron de contenido, lo rebautizaron y lo exhibieron como trofeo ideológico. Frenó la ampliación de carriles bici, relegó el transporte público y volvió a abrir espacio al coche, como si la modernidad consistiera en más humo y más cláxones. Las políticas verdes dejaron de ser un proyecto de futuro para convertirse en una molestia administrativa. Privatizaron aparcamientos, enterraron la planificación urbana sostenible y sustituyeron la pedagogía cívica por el marketing electoral.
En resumen: el PP devolvió Madrid al siglo XX, con la convicción de que respirar peor es una forma de libertad. ¿Debemos concluir que todo esto es una cuestión ideológica? No necesariamente. En Copenhague, y en general en los países nórdicos, la derecha no actúa así. Es liberal o conservadora, sí, pero no es negacionista ni destructiva en materia ecológica. Acepta el consenso científico sobre el cambio climático y el papel del Estado en garantizar el bienestar colectivo. La diferencia no está tanto en la ideología como en la cultura política: allí, la sostenibilidad y el bien común no son banderas partidistas, sino mínimos compartidos.
El problema no es ser de derechas, sino ser de esta derecha desnortada. Una derecha que confunde la prosperidad con el ruido del motor y el patriotismo con el derecho a contaminar. Una derecha que quiere convencernos de que somos distintos, que preferimos ser atropellados por coches a tener una red de carriles bici. Mientras tanto, en Copenhague se preparan para las lluvias torrenciales del cambio climático y diseñan infraestructuras adaptativas. Y eso que allí gobierna la derecha. La ecología no es miseria; miserables son quienes pretenden engañarnos con el señuelo del mercado como panacea. A ver si se dan cuenta de una vez todos esos fieles de la ultraderecha de que la bicicleta puede ser más revolucionaria que un ministerio entero. Ellos pedalean orgullosos; nosotros nos desgalillamos discutiendo si el casco obligatorio atenta contra la libertad individual. El tonto, una vez más, mira el dedo en lugar de la luna.
Lo mismo sucede en educación. En Andalucía, la Junta ha convertido la Formación Profesional en un negocio privado: este curso ha autorizado casi 9.500 plazas privadas frente a solo 2.500 públicas, sin un solo ciclo concertado. Desde que gobierna Moreno Bonilla, la FP privada ha crecido un 991%, mientras la pública apenas un 51%. Un disparate tan criminal como la privatización de la universidad o de la primaria y la secundaria. Es decir, lo público retrocede, lo privado avanza y los fondos de inversión hacen caja.
En Dinamarca, en cambio, la Formación Profesional está integrada en el sistema educativo público, coordinada por el Estado, los sindicatos y las empresas, no por fondos especulativos. La prioridad no es el negocio, sino el equilibrio social: que un joven sin recursos tenga las mismas oportunidades que el hijo de un directivo. Allí la educación se concibe como un bien común, no como una línea de ingresos. La diferencia, una vez más, no es ideológica sino cultural. La derecha danesa entiende que invertir en educación pública fortalece al país; aquí se confunde con gasto inútil. En Copenhague se forman ciudadanos; en Andalucía, clientes.
En sanidad, la derecha española aplica la misma lógica de “ahorro” que no ahorra nada, salvo derechos. En comunidades como Madrid o Andalucía se han recortado programas de prevención —como las mamografías periódicas— con la excusa del gasto excesivo, al tiempo que se derivan recursos públicos a clínicas privadas. Es el viejo truco: debilitar lo público para justificar su ineficacia y luego ofrecer la “solución” del mercado. La salud se convierte así en una mercancía y el diagnóstico, en una oportunidad de negocio. Por eso, en Madrid, la reaccionaria Ayuso —cada día más empeñada en retroceder en derechos— impone trabas, dilaciones y derivaciones que han hecho que menos del 1% de las interrupciones voluntarias del embarazo se realicen en hospitales públicos, obligando a las mujeres a recurrir a clínicas privadas para ejercer un derecho reconocido por ley.
En Dinamarca, en cambio, la sanidad es un pilar del Estado del bienestar. El sistema público financia mamografías, revisiones dentales y atención preventiva universal, con una estructura descentralizada pero plenamente gratuita en el punto de uso. Allí, el aborto es un derecho que se ejerce principalmente a través del sistema público de salud. No existe la sospecha de que la prevención sea un lujo o una carga presupuestaria, sino una inversión racional que ahorra sufrimiento y dinero a largo plazo. En ese país el ahorro se mide en vidas sanas, no en presupuestos recortados. La diferencia es reveladora: mientras en España la derecha habla de “eficiencia” para justificar la privatización, en Dinamarca la eficiencia consiste en fortalecer lo público. Lo que aquí se tacha de gasto, allí se llama civilización.
Pero lo más preocupante no es solo la ceguera de la derecha española, sino la docilidad de quienes la siguen. Una ciudadanía que, hipnotizada por los cantos de sirena del mercado, repite el eslogan de “menos impuestos y más iniciativa privada” como si fuera un acto de fe. Como si el mercado en su infinita generosidad nos fuera a proporcionar aire limpio, transporte público, vivienda asequible, educación universal y sanidad gratuita. En España, la derecha —cada vez más derechona y más desquiciada— se opone a que respiremos un aire limpio, a que las bicicletas sean algo más que un estorbo, a que los impuestos se asuman con naturalidad y a que el Estado funcione sin la mezcla de resignación y sarcasmo con que aquí pronunciamos la palabra “Administración”. En Copenhague, por el contrario, los servicios públicos son eficientes, la desigualdad es baja y el mérito se distribuye de manera que hasta el hijo del fontanero puede acabar dirigiendo un ministerio. No hay epopeyas individualistas ni benefactores salva patrias, sino una comunidad organizada que decide no dejar a nadie atrás.
El modelo danés demuestra que un Estado fuerte y justo no asfixia al ciudadano, sino que lo libera, pero aquí seguimos aplaudiendo un discurso que, en la práctica, nos empobrece: el del “menos Estado y más mercado”. Lo descabellado no es que se diga, sino que haya quienes, habiendo vivido siempre en los márgenes, compren esa falacia política que a todas luces les perjudica. Cuesta entender cómo una sociedad sociológicamente de centroizquierda sigue votando a una derecha que, con toda evidencia, hunde la educación pública, la sanidad y la calidad ambiental en favor del beneficio empresarial y que, además, pone trabas a cualquier intento de protegernos de la manipulación de las multinacionales tecnológicas.
Pero la explicación está a la vista: el electorado ya no analiza hechos, sino ficciones. Vive instalado en un magma de memes, patrañas e hipérboles, donde el cuento del sanchismo —apuntando a ese depravado come-niños, autoritario y amenaza-patria— ha sustituido al debate racional. Los cuñados —y cuñadas— se han multiplicado, también en Andalucía y, ceñudos, llevan una cámara de eco monográfica en la garganta, sin conexión con el lóbulo frontal —va directa a las redes sociales y de ahí al sistema límbico—. La estrategia de la derecha es transparente: degradar la conversación pública, fabricar enemigos y sembrar ruido para que nadie mire los datos ni palpe su realidad.
No hay que darle más vueltas: no hay atajos. El bienestar, por mucho que lo repitan, no está en las rebajas fiscales —no dan duros a peseta— ni la educación en manos de fondos privados, ni la sanidad en los balances de las aseguradoras, ni la identidad en el ruido, ni la calidad urbana en el humo y los atascos. La clave está en unos impuestos progresivos, que permitan frenar la deriva obscena hacia una sociedad de ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Y olvidemos, de una vez, esa memez según la cual solo enriqueciendo a los ricos se genera riqueza. Lean con detenimiento los análisis de Piketty sobre la desigualdad y comprenderán hasta qué punto la economía mal entendida puede ser una coartada moral para el egoísmo.