Se me ocurre imaginarme un país en el que la igualdad, educación y derechos ciudadanos no fuesen la novedad, sino un diario y un continuo avance. Me puedo imaginar una sociedad en la que lo mundano se quede atrás por adentrarse en el progreso y en lo pulcro de la equidad; también puedo soñar con un sistema en el que todas las personas sean bien reconocidas como lo que son y no como meros números de un bando o de otro. Podría pensar acerca de las obras de arte y las reivindicaciones que estas mismas realizan de la mano de sus autores, quienes, por supuesto, en mi mente, estarían bien reconocidos como personajes intelectuales y no como partícipes imparciales de la política.
Quizás podría plantearme la capacidad de inclusión social y de modernización económica de un país como el que fue aquel de 1931, que venía de deambular cerca de unos momentos no muy proclives a la mejora, sino más bien al contrario. Podría pensar en los derechos de las mujeres como una consecución por los méritos de las mismas y no por ideas de hombres que piensan por aquellas que los lograron; y siendo así, podría divagar con la fantasía de mujeres que escriben, cantan, filosofan, estudian e incluso gobiernan de forma común, y no parcial con líderes que las veten de ser diplomáticas en el sentido de conciliar su género con una lucha por la igualdad entre ciudadanos de una misma patria.
Tal vez se podría pasar por mi mente la independencia religiosa y, con ello, moral, de un país que no ligue toda su identidad en un pacto con un pontífice, como ya ocurría con anterioridad, haciendo a la ciudadanía artífice de unas políticas que no deberían asociase a una determinada fe, pues las confesiones religiosas, en este planteamiento que expongo, deberían dar la suficiente libertad a un pueblo como para ceder su fe a aquello que deseen, sin que la misma intervenga en otras decisiones como las gubernamentales.
Podría resucitar a los muertos y hacer que el teatro y la poesía de Lorca anduviesen por las calles de Granada; de igual forma que podría desear que los exiliados hubiesen caminado por una España de la que también ellos formaban parte. Todo podemos soñarlo, pero cuando despertemos comprenderemos que se relata en los libros de historia de nuestro país. Es decir, todo este producto de mi imaginación, que se plasma un tanto utópico, tuvo su realidad en un tiempo allá por 1931 en la República.
Sin embargo, mientras dejo que mi mente siga este camino de reflexiones, no dejo de darle la palabra a la razón cuando pienso que aquello que se vivió ya es un simple recuerdo que ni siquiera vive dentro de los más jóvenes. Hablando de los jóvenes, se me pueden ocurrir meras ideas que estos mismos mantengan acerca de la concepción de una república, viéndola simplemente como una eliminación del rey como jefe del estado y no como un paso previo a un estado más igualitario en cuanto a derechos políticos de los ciudadanos.
Es inevitable aplaudir los logros de una gran República que luego se vio un tanto manchada por la historia, pero quizás lo apropiado sería tener esas mismas divagaciones y hacerlas posibles en el mundo de hoy que, aunque para muchos sea ajeno, ya es una realidad en la que nosotros, no solo los jóvenes, deberíamos invertir el tiempo. Con ello, no me gustaría hacer pensar que la historia no es necesaria, pues estaría yendo en contra de mis ideales, pero creo que la lucha en la contemporaneidad será lo que realmente consiga exaltar la importancia de esa II República y sus valores, dándoles cabida en un sistema actual que parece que tan solo se centra en aquel contexto para rememorar y no para inspirarse a la hora de crear una nueva república en honor al pasado que tanto revivimos alegando en gran medida la importancia de nuestra historia.
Concluyo pensando que estas manifestaciones que, pienso, no solo están en mi mente, sino que muchos las comparten, no se saben cómo llevar a cabo. Esa practicidad en los años que nosotros estamos vivos es la que hace grande al pasado. Al final del sueño y con los pies en la tierra, se me ocurrió imaginar que no solo hay que anhelar, sino también centrarse en lo que nos inspira del pasado para hacerlo una realidad.