Las políticas populistas impulsadas por Trump en Estados Unidos rechazando adherirse a las reformas del Reglamento Sanitario Internacional de la OMS debilitan la cooperación global frente a pandemias o emergencias sanitarias e impiden contar con información fiable y actualizada sobre brotes emergentes en su territorio. Además, al cuestionar la autoridad de la OMS como organismo de referencia, Estados Unidos socava los esfuerzos internacionales por establecer criterios comunes basados en evidencia científica, debilitando el sistema de coordinación global del que depende la salud pública mundial. En este contexto, Europa no puede depender de que EE. UU. garantice la seguridad sanitaria de quienes cruzan sus fronteras porque hacerlo sería una temeridad que podría incluso derivar en responsabilidades políticas o legales si se demostrara una omisión grave en la protección de la salud pública.

Este escenario generó desde el principio una resistencia académica y legal sin precedentes. Más de 75 premios Nobel pidieron públicamente al Senado que no confirmase a Kennedy en el cargo cuando se barajó su nombre, calificándolo de un peligro real para la continuidad de políticas de salud basadas en evidencia científica. A esto se suman demandas legales de asociaciones médicas y protestas de expertos en salud pública, así como dimisiones de alto nivel, la más destacada la de Peter Marks, director de la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos), quien acusó a Kennedy de promover “desinformación y mentiras” que minan la confianza del público en las recomendaciones médicas, lo que le llevó a presentar su dimisión en marzo de 2025 (Reuters). Además, múltiples organizaciones médicas han interpuesto demandas contra el HHS de Kennedy por “desmantelar la infraestructura científica y basada en evidencia” que respalda la vacunación y la salud pública (Reuters).

La exigencia de certificados de vacunación no es una práctica excepcional ni discriminatoria: forma parte de los precedentes internacionales desde hace décadas y ya se aplica a viajeros procedentes de zonas endémicas de enfermedades como la fiebre amarilla. En un momento en que millones de personas en Europa dependen de la inmunidad comunitaria para protegerse —personas inmunodeprimidas, ancianos, niños demasiado pequeños para ser vacunados— adoptar medidas preventivas es un deber de las autoridades sanitarias. Pero la pregunta es inevitable: ¿tendrá Europa la valentía de priorizar la salud pública sobre la docilidad transatlántica? La cumbre de la OTAN dejó entrever un alineamiento tan vergonzoso que muchos tememos que, frente al 30% de aranceles, acaben incluso por tomarle gusto a esa actitud de mansedumbre. Al fin y al cabo, no hay nada como un poco de sumisión vestida de desvergonzado pragmatismo para legitimar lo que en realidad no es más que servilismo disfrazado, una claudicación impropia de quienes se dicen defensores de la soberanía europea. Precisamente bajo el pretexto del pragmatismo, las autoridades europeas están escribiendo algunas de las páginas más infames de su historia reciente, participando por omisión —cuando no por complicidad directa— en el drama humanitario y el genocidio en Oriente Medio.

En este punto debemos reconocer que, dado que el problema —el riesgo de hipotéticos contagiados procedentes de EE. UU.— nos afecta al resto del mundo, como ciudadanos europeos debemos exigir a nuestras autoridades que tomen cartas en el asunto. El problema es que, desde nuestra posición como ciudadanía, percibimos con demasiada frecuencia a la élite política europea como aislada, distante e incluso esquiva frente al control ciudadano y poco atenta a los principios de rendición de cuentas. Eurobarómetros recientes muestran que solo el 37% de los europeos siente que su voz cuenta en la UE y apenas el 45% cree que las instituciones europeas rinden cuentas adecuadamente.

No está de más recordar aquí la importancia de lo que Pierre Rosanvallon llama la democracia del ejercicio, como ya expusimos en un artículo reciente. Es necesario insistir en que la vía para que la ciudadanía recupere funciones y espacios democráticos —largamente monopolizados por parlamentos y canales institucionales tradicionales— pasa por abrir mecanismos de participación real. De lo contrario, corremos el riesgo de reducir la democracia a un mero ritual de autorización, donde se vota cada cierto tiempo, pero no se participa ni se influye en las decisiones cotidianas. Hacen falta puentes para mejorar la calidad de la relación entre gobernantes y gobernados.

Es un imperativo propio de la democracia comprender —por nuestra parte, como ciudadanos— y aceptar —por parte de quienes nos representan provisionalmente— que el poder no es un objeto que se posee, sino una relación viva y dinámica entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Y si surgen situaciones como esta, y las autoridades no se sienten alertadas ni concernidas, es imprescindible contar con mecanismos no solo diseñados para quedar bien en los papeles, sino verdaderamente eficaces, accesibles y divulgados de forma didáctica que realmente lleguen a la ciudadanía y permitan a las autoridades europeas escuchar sus demandas y darles respuesta. Una ciudadanía informada, más a allá de los gritones de las redes sociales, capaz de identificar los problemas reales, en lugar de dejarse arrastrar por quienes fabrican alarmas allí donde los datos rigurosos indican claramente que no las había, como ha sucedido recientemente con el debate sobre la inmigración.