Estamos indefensos ante la estupidez de la diosa apariencia, esa que convierte gatitos en tigres de bengala, sardinas en cachalotes y ratones en elefantes africanos. Nada importa el valor real en un mundo especulativo en el que todo necio confunde valor y precio, y necios hay a cascoporro. Lo importante es la imagen que se proyecta, el lazo del regalo, el papel de celofán. Por eso, en la música actual, por ejemplo, importan muchas cosas, la iluminación, el decorado, la coreografía, el vestuario, el maquillaje, todo menos la música. De la letra mejor no hablar. Para no complicarse mucho es mejor que no se entienda nada; para eso hay micrófonos que distorsionan la voz, ya no hace falta saber cantar ni tener voz. Pobres Camarón de la Isla, Lucciano Pavarotti, Aretha Franklin, Bilie Hollyday, Frank Sinatra, María Callas o Janis Joplin, qué estúpidos fueron. Tuvieron que esforzarse muchísimo y sumar toneladas de trabajo a su talento innegable.

En su mayoría, los ídolos de nuestro tiempo son un producto de consumo, fabricados con el material de la sinsustancia, mezclado con arcilla porosa. Están sobrevalorados hasta el ridículo, para empezar por ellos mismos. Con la certeza de su genialidad y el buen rollo que les da el haberse conocido, se congratulan de ser los “mejores”. Están aparte, por encima del populacho, subidos a su columna, como Simón el Estilita. Me imagino a más de uno ensayando ante el espejo como Robert de Niro en “Taxi Driver” y diciendo: ”You talkin' to me?” (¿Me estás hablando a mí?).

De tanto repetírselo, se acaban creyendo su apariencia de grandeza, aunque a veces son tan pequeños que no les puede caber la menor duda. ¿Cómo sabemos que alguien es bueno? Porque él o ella lo repiten sin parar, claro. Eso sí, con una leve capa de barniz de humildad. Qué sensibles y preocupados parecen estar por el mundo y sus tragedias.

Si lo pensamos bien, el flato del suertudo puede ser incluso justificable, no mucho, ante la corte de aduladores gratuitos que surgen como champiñones ante el éxito ajeno. Alguien se hace famosillo y surgen especialistas en su “arte” hasta debajo de las piedras. Todo el mundo, de repente, se vuelve un experto en literatura, en arquitectura, en teatro, en fotografía, en pintura, en música, en cine... Cómo le gusta a la gente la mitomanía de salón, cómo le gusta adular sin tener ni idea de por qué, a perfectos desconocidos ¿A quién adula Vicente? A quién adula la gente.

El trabajo creativo, como todos los demás, es como un huevo de gallina, lo mejor es la yema, ahí está la sustancia. Sin embargo, la mayoría de la sociedad, instalada en la adolescencia perpetúa, solo se fija en el cascarón. Lo copiamos todo, incluidas las listas de grandes éxitos, los rankings que hacen que archivemos, cataloguemos y le pongamos precio a lo intangible ¿Quién hace esas listas? Supongo que es el mismo autor de los chistes de leperos, el jefe de informativos de radio macuto. Como decía Woody Allen “El mejor dictador fascista es… Adolf Hitler”.

Los sobrevalorados son una curiosa raza de trepas que no le hace ascos a nada, falsos humildes que creen tener el gen de la excelencia. Necesitan una corte de pelotas que sigan el rastro que dejan sus sandalias en un desierto, en el que el talento solo es el suyo. Siguen al mesías, sin saber por qué. Todo lo hacen bien, siempre lo hacen bien, nadie ha hecho eso nunca, porque sus admirados son el principio de todo, aunque el todo sea la nada.

No voy a decir nombres, aunque se me ocurren cientos en todas las disciplinas, pero hay algunos/as tan encumbrados, que ya son de bronce, son la perfección. Hay de ti, si se te ocurre decir que fulanito no es el mejor director de cine, novelista, cantante, fotógrafo o arquitecto. Serás crucificado en una plaza pública. Una masa de aduladores babeantes querrá tu cabeza, da igual que tengas razón o no, si fulanito está en la lista es intocable.

Criaturas del mundo, no seáis acólitos de nadie, sobre todo si no tenéis ni idea de su valía. No apoyéis a los que dicen que saben, sino a los que saben. No escuchéis a los que siempre hablan de sí mismos. Están por todas partes, acumulando premios, inventando lo que ya estaba inventado, abriéndose paso a codazos, locos por conseguir un hueco en el Olimpo de la inmortalidad. En silencio, cuando están conciliando el sueño, se repiten cada noche, ”soy un loro, quiero ver mi nombre escrito en letras de oro”.

El mundo no da para tanto genio. Igual ciertas celebridades son como tú y como yo, quizá no deberían ser célebres, o tal vez deberíamos serlo todos.

¿Quién se acordará de ellos dentro de cien años? ¿Quién se acordará de nosotros?