Nunca me llamó la atención conducir. La mayoría de chavales de mi generación estaban deseando cumplir dieciocho años para sacarse el carné, uno no era adulto del todo si viajaba en autobús, pensaban. Yo en cambio no veía la relación entre madurez y automoción. Me acabé sacando el permiso de conducción a una edad poco usual, aunque hubiera preferido no tener que hacerlo porque el transporte público funcionase como es debido, pero…

El otro día me dispongo a coger el coche, que no uso más que por extrema necesidad. Horrorizado, me doy cuenta de que un eunuco gilipollas, aburrido, muy aburrido de su propio ser se ha dedicado, en un alarde de estupidez estéril, a destrozar los faros traseros de mi humilde utilitario con un objeto contundente. Tras acordarme de toda la parentela del vándalo en cuestión y rogarle a Santa Rita para que el destrozo lo cubriese el seguro, fui al cuartelillo de la Guardia Civil, con la intención de denunciar los hechos. No es que albergase esperanza alguna en que se esclarecieran los hechos y que el culpable me pagase el desaguisado, pero es obligatorio presentar una denuncia para reclamarle a la aseguradora.

En la sala de espera me encontré con un señor mayor que había llegado un rato antes que yo. Charlando, charlando, le conté lo sucedido, él a cambio me dijo que estaba allí porque tenía miedo. A aquel hombre le asustaba su vulnerabilidad en estos tiempos modernos atestados de ciberdelincuentes. Se sentía indefenso porque todos los trámites con los bancos y la administración han de hacerse usando un sistema que él no comprende. Siempre cree que al pulsar un botón, lo van a estafar, que van a robarle su pensión. “De estas cosas siempre se encargaba mi mujer, pero hace ya un par de meses que falleció”. Al decirme esto, agachó un poco la cabeza y los ojos empezaron a brillarle.

“La echo mucho de menos ¿sabe? La conocí cuando tenía veinte años y nunca nos separamos. Ahora siento que a mi vida le falta lo más importante, las ganas. Podíamos estar juntos durante horas sin dirigirnos la palabra, pero yo sabía que ella estaba allí, dispuesta a escucharme. Sabía que por mal que me fuese en la vida, por mucho que me maltratase, había alguien que me quería porque sí, sin condiciones. Ahora a mi vida le falta la mitad, la mejor mitad”.

Cada noche echa todos los cerrojos, todas las llaves, como si esperase un asalto. Cuando suena el timbre siempre pregunta ¿Quién es? Y aunque reconozca la voz, pone el ojo en la mirilla antes de abrir la puerta. Nunca, en toda su vida, había vivido solo, nunca en toda su vida había sentido el frío aliento de la soledad no deseada.

Cada mañana se mira al espejo y ve a un hombre apocado, agotado, derrotado. “Con lo que yo fui en otros tiempos”, se dice a sí mismo. Los hijos, buenos hijos, están pendientes de él, que encuentra un poco de consuelo en la sonrisa de sus nietos, ocupan un espacio fundamental en su mente. Pero el hueco, el verdadero vacío sigue ahí cada día y cada noche se hace un poco más grande. La radio permanece encendida toda la noche, así escucha voces humanas como si hubiese invitados en casa. Prefiere el sueño a la vigilia porque en ese mundo sigue siendo joven, caminando por la playa, cogiendo la mano de su preciosa novia. Nunca pasa el tiempo en ese mundo de fantasía, no hay catástrofes ni ciberladrones, nadie quiere hacerle daño.

Le confesó al agente que así la vida no merece la pena, que esperaba otra cosa de ella al llegar a la jubilación, que se sentía estafado, que sentía no haber vivido con más intensidad. Siempre estuvo preocupado por facturas e hipotecas, siempre preocupado por el futuro sin darse cuenta de que era el presente el que se le escapaba gota a gota entre los dedos. Ahora las noches son oscuras e interminables y los días cada vez más cortos.

Desde el aciago día en el que un anormal destrozó los intermitentes de mi coche, fui al cuartelillo y escuché el relato de este señor, no me lo puedo quitar de la cabeza. No sé si sería capaz de vivir con la peor mitad de mi vida, triste, vulnerable, siempre con miedo.

Espero no saberlo nunca, no sentirme definitivamente derrotado.