Cuando la  realidad supera a la ficción está claro que esta última tiene que hacer un esfuerzo por ganarle la delantera. No conseguirlo sería un mal augurio para la única especie animal, la nuestra, que por razones aun no del todo dilucidadas, consiguió lo que hasta el momento parece ser el método más efectivo para capear el “Miura” de la depresión, o sea, la ficción cómica, la charlotada.

Es jueves, son las nueve de la mañana y hace un frío que pela. El lunes pasado puse la última bombona en la estufa, el camión del butano pasa los jueves sobre las diez y su llegada va acompañada de un aparato acústico-ruidoso muy peculiar, chirriar de frenos a la altura de la pizzería, seguido casi de inmediato por el entrechocar de bombonas. Hasta aquí coser y cantar dirán ustedes. Pues no señor, hay un pequeño problema: sobre la misma hora y con parecido aparato acústico-ruidoso viene San Miguel. Que quede entre nosotros, también reparte otras marcas mientras el Altísimo hace la vista gorda.

Tiempo atrás, el butanero, al que de ahora en adelante llamaré el Buti por contaminación serio-televisiva, añadía a su repertorio una señal inconfundible, gritaba butanooooo, Pero ahora  se lo han prohibido porque no queda fino, así que hay que aplicar bien la oreja y hacer las comprobaciones visuales correspondientes, porque si a la buena de Dios sales a la ventana y gritas "¡tres al 3º 5ª!" te puedes encontrar con un cargamento de cerveza en la puerta de casa.

Un día que estaban los dos les sugerí que uno de ellos cambiase, aunque solo fuese ligeramente, la hora del reparto, ya que había gente, yo entre otros, que los confundía. San Miguel se lo tomó con cierta filosofía, pero el Buti se subió a la parra alegando que no había santo que pudiera comparársele, ya que el producto objeto de su reparto era absolutamente necesario y comportaba un aumento en la calidad de vida. Vaya, que tenia tanto derecho a un puesto en el cielo como el más santo de los santos, mucho más si el susodicho se ganaba la vida repartiendo birras por bares de mala muerte.

Lo bajo que llegan a caer algunos, tan santos se creen. Así que, si de ética y moral  se trataba, él ganaba de paso, pero que si el otro por prestar temporalmente servicios en  la tierra quería, entrar en asuntos mundanos, él no se achicaba. ¡Faltaría más! Hasta los tontos saben que el butanero liga más que un santo como desde aquí a Madrid, buenooooo.

Así que de lo de cambiar la hora, ni hablar. En todo caso, que venga el santo por las tardes. Al fin y al cabo, en el cielo están todo el puñetero día vagueando. San Miguel me miraba esperando, tal vez, que le echara una mano para equilibrar la situación, pero percibió que mi actitud era de infinito regodeo ante el apabulle de que lo estaba haciendo objeto el Buti. Así que se recogió los pliegues de la túnica lo más dignamente que pudo y dijo que por él no había ningún problema en cambiar la hora de reparto, pero que tenía que consultarlo con el Altísimo y no estaba seguro de que se lo concediera.

El Buti, de puntillas, mirando a lo alto haciendo visera con la mano, repetía con sorna "el Artísimo, qué te juegas que yo le paso un palmo por lo menos". La cosa quedó tal cual. O sea, por parte del Buti en que yo pusiera más atención para no tener confusiones tontas y, por su parte, San Miguel se alejó mascullando entre dientes algo así como que todos lo terrícolas eran descendientes de Caín y desde la cabina del camión me recomendó que rezara unas oraciones, que bien podrían hacerme falta.

Clonc, clonc,  clonc,  butanooooooo. Vaya, hoy ha prescindido de la finura y eso quiere decir que lleva prisa. Bajo la bombona, la coloco delante de mi puerta y desde allí le grito ¡unaaaaa!. Cuando sirva a  la señora, que no tengo cuatro manos, fue su respuesta. Cuatro no, pero tres juro que las tenía, pues al mismo tiempo que con dos atendía los quehaceres propios del negocio, con la tercera servía a la señora, como muy bien dijo.

Disimulando mi perplejidad, le contesté muy educadamente "como su excelencia disponga". Creo que la cagué con tanta amabilidad, pues mientras mi bombona y yo aguantábamos solidariamente el frío de la mañana, el Buti se excedía en el servicio a la señora. Cuando ésta se marchó me acercó refunfuñando la que yo le había solicitado. Le pagué, recogió la vacía y se fue hacia el camión renegando de toda la corte celestial presidida por San Miguel. Yo, recogí la llena, la carreteé hasta la puerta del ascensor y, utilizando la técnica del dedo en el botón implantada tiempo atrás por el ministro Morán, lo llamé, al ascensor, y mientras bajaba me hice la siguiente reflexión: he  aquí un día del que puede esperarse todo.

Me quedé corto, ya que mis expectativas fueron ampliamente superadas. El ascensor bajó, se abrieron las puertas, entré la bombona, me metí yo, y volví a utilizar la técnica anteriormente citada para ordenarle que subiera al tercero. Se cerraron las puertas y, en cuanto inició su recorrido, se desencadenó una especie de polstergate que te cagas, digno de figurar en los anales de la parasicología. En resumen, la bombona sin previo aviso, se arrancó con aquello de "yo me subí a un pino verde por ver si la divisaba, por ver si la divisaba". Por mi parte, empiecé a tocar las palmas clap, clap, clap, catacataclap, al mismo tiempo que de forma irracional e incontrolada punteé un zapateao del más puro estilo. Toc, toc, toc, tocotoc, tocotocotocoperonotocotocotoc.

La bombona ya iba por el estribillo. ¡Anda jaleo, jaleo, anda jaleo, jaleo! Yo seguí taconeando sin parar de tocar las palmas. A la bombona se le atragantaba el estribillo, "anda jaleo, jaleooooooooo", y de repente, la extraña energía causante del fenómeno dejó en seco de fluir y en el ascensor se hizo el más profundo silencio.¿Un corte de fluido eléctrico?. Pues no señor, un corte de fluido sí, pero eléctrico no puesto que el ascensor continuaba su labor totalmente ajeno a sus ocupantes. O sea que llegó al tercer piso y se abrieron las puertas.

Cogí la bombona, que ahora ya no era más que un objeto inerte y más pesado que la Pantoja. La saqué al pasillo y le dije "no te hagas la tonta, lo que ha pasado ha pasado los dos lo sabemos. No dijo ni mu. Está bien, entremos en casa y hablaremos del caso. De todas todas tenía que ser culpable. Así que entramos en casa,  la sometí a un duro interrogatorio con preguntas tan incisivas como: "¿a ver, no habrás dejado escapar en el ascensor un chorro de algún producto tóxico de esos que provocan alucinaciones, ya sabes a qué me refiero, gas butano por ejemplo?".

Como no soltaba prenda, consideré oportuno practicarle un chequeo exhaustivo, revisión del precinto, olisqueo de arriba a abajo, zarandeos de derecha a izquierda. Nada de nada. La amenacé con tirarla por la ventana. Aguantó sin pestañear. De forma inevitable, llegué a la misma conclusión que el inquisidor Torquemada. Si el acusado tiene disposición de ánimo para soportar la tortura hasta más allá de ciertos límites, sin duda es inocente, pero igual hay que quemarlo en la hoguera. Es lo que haré con la bombona, pero en la estufa. Es menos espectacular, pero de más provecho para la causa.

El siguiente sospechoso era el ascensor, pero aquel día no se por qué, había mucho movimiento en el vecindario y estaba muy solicitado. El interrogatorio se hacía muy difícil en estas circunstancias y decidí concederle, temporalmente, la presunción de inocencia. El caso seguía sin resolver. El tercer elemento era yo, pero no estaba dispuesto a cargar con la más leve sombra de culpa. Después de estrujarme la cabeza durante un buen rato, la luz se me hizo patente, de golpe, como un fogonazo. Esto es un virus. Estoy contagiado. La gripe A. Pero qué va, la gripe A no pasa de mariconada y los síntomas experimentados son algo más que alarmantes.

Esto, más que un contagio es una contaminación. Haz memoria, qué has leído últimamente. A ver, manifiesto surrealista, dos o más objetos totalmente extraños entre si, yo y la bombona, colocados en un entorno también extraño a ambos, el ascensor, constituyen el más potente inspirador de arte “surrealista”, por supuesto. En apariencia, el caso estaba resuelto, pero yo no las tenía todas conmigo, y para verificar si estaba libre de nefastas influencias me auto-sometí a un test consistente en dibujar sobre un papel una flor que había bordada en el cojín de una butaca. Les aseguro que el parecido con el modelo era increíble. En agradecimiento por esta rápida vuelta a la normalidad, aquella noche le recé unas oraciones al quisquilla de San Miguel.