Han exhumado la tumba de Primo de Rivera y la mera mención de ese nombre nos retrotrae a la infancia en la escuela de la estación de Fuentes. Teníamos de 10 a 14 años cuando el nombre de José Antonio nos llevaba a un aburrimiento sin fin. Aburrimiento que a esa edad venía a ser algo así como una losa de plomo colgada al cuello, de la que sólo nos libraban el fútbol, el baloncesto o el voleibol a la hora del recreo. El aburrimiento de las clases de Formación del Espíritu Nacional era tan grande como el frío de aquellos inviernos sin tener ropa de abrigo que ponerse. Tan grande como la obligación de las formaciones de estilo militar previas a las clases de educación física o como aquel potro que había que saltar para obtener el aprobado.

Como casi siempre, Manuel León Martín, el Negro Jerrero, se aburría en las clases de ciencias sociales y empezaba el cachondeo que desquiciaba a don José Catalino, (Pepe Martín Ruano). En las clases de don Sebastián y de don Antonio el Barba no se atrevía a hacer gracias porque se ganaba un tirón de patillas, mientras le decían con retintín "los niños son buenos...". Don José Catalino era más permisivo. Ellos tres nos daban Ciencias Sociales y, cuando llegaba el capítulo de la guerra civil y aparecía el nombre de José Antonio Primo de Rivera, el aula se iba poblando de bostezos tan sonoros que aquello parecía, más que un colegio, un ensayo del coro de la hermandad del Santo Cristo.

Los profesores tenían que cumplir y enseñar el temario y no les quedaba más remedio que nombrar a estos personajes. Y los alumnos teníamos que cumplir con nuestra obligación de colgarnos de las musarañas y dar por saco a todo quisque. Entonces, desde las nubes oíamos lejana una letanía que venía a decir, si no recuerdo mal, que José Antonio había sido un renombrado intelectual, un pensador profundo y sagaz. Había creado nada menos que la Falange Española, una organización para el fomento de la cultura y el pensamiento crítico. El pensamiento de José Antonio quedó plasmado en una frase que se repetía constantemente: "Una nación no es una lengua, ni una raza, ni un territorio. Es una unidad de destino en lo universal. Esa unidad de destino se llamó y se llama España".

Efectivamente, en 1936, con más hambre que el perro un ciego, había que tener una gran altura de miras (en las nubes como los alumnos de la escuela de la Estación) para definir a España como "una unidad de destino en lo universal". La prueba irrefutable de su valor intelectual fue su fusilamiento, en noviembre de 1936, por conspiración y rebelión militar. La orden partió del gobierno de la Segunda República. Se nos decía que, estando preso en Alicante, propuso el fin de la guerra civil, la amnistía de los rebeldes y un gobierno de concentración nacional. Lo hizo recién comenzado el conflicto, después de haberlo alentado, mostrando una vocación de concordia inédita en la clase política de su época. La mayoría de nosotros seguíamos donde las musarañas. Menos uno, que yo recuerde. El Negro Jerrero, que disfrutaba alborotándole el gallinero a don José Catalino.

En la escuela de la Estación todo aquello nos entraba por una oreja y nos salía por la otra. Nos enseñaron, por ejemplo, que Franco era un general conservador y primo de Rivera un seductor, un guaperas para el gusto de la época, un dandi de aspecto elegante, posición acomodada, frecuentador de ambientes distinguidos y de moda. Quizás excesivamente original, algo poco común en la época. Más tarde supimos que Jose Antonio y Franco se querían poco o nada. Que Franco saboteó varios esfuerzos para organizar un rescate o un intercambio de prisioneros que habrían salvado la vida de José Antonio. Pero no lo hizo y su muerte dejó a Franco sin rival para tomar el control de los falangistas.

En la batalla de Teruel, los alumnos de la escuela de la Estación seguíamos persiguiendo nubes hasta que llegaba don José Carrión con su clase de matemáticas. Qué trabajito nos costaba dejar las alturas para enfrentarnos a la cruda realidad de los números primos (no de Rivera) la multiplicación de fracciones y la regla de tres. Aquellas batallas con las matemáticas del profesor de Mairena del Alcor formaban nuestra particular guerra civil. Qué bárbaro era aquel profesor empeñado en que supiéramos de memoria las definiciones de todo. Menos bárbaro era don Francisco (el cordobés) amante de entrar en el bar Cagarruta de paso para la escuela y tomarse su copita de coñac. Entraba en clase con sus gafas de sol puestas y los niños, crueles por obligación, decíamos que estaba piripi. Como además de crueles éramos duros de mollera, nos hacía repetir cada ejercicio hasta que se quedaba grabado ahí adentro como a fuego.

En la escuela de la Estación éramos aficionados al baloncesto, con un jugador muy bueno llamado Castillo. Desde el día que hizo una canasta desde la mitad de la cancha, la señorita Lourdes decía que Castillo era norteamericano. El voleibol también fue un deporte bueno en la Estación, pero la Puerta el Monte era superior, así que manteníamos una rivalidad enorme. Pasión de barrio, nacionalismo de calle. La Puerta el Monte siempre ganaba, pero entonces nos refugiábamos en el baloncesto y en el gran Castillo, nuestro americano de andar por casa. En el baloncesto gozábamos de nuestro Castillo inexpugnable y en el fútbol andábamos fifty-fifty. Para el fútbol teníamos tres campos de tierra negra. Uno lindaba con la escuela de las niñas -ahí nos lucíamos- otro con la carretera y el tercero con la algodonera. En común tenían el barrizal que había cuando llovía, que entonces era casi siempre.

Hasta 1975 hubo escuela de niñas y escuela de niños. Cuando Franco murió empezó la mescolanza, la igualdad, el caos. Cuando abandonábamos las musarañas era para disfrutar de los buenos partidos de baloncesto con Castillo, Pavón, Mateo, Oviedo, jugadores con gran resistencia física. En el fútbol, nuestro portero se llamaba Manolo y, el pobre, cada vez que la Puerta el Monte le marcaba un gol se echaba a llorar. Lo peor es que estaba medio partido sorbiendo mocos. En baloncesto era otra cosa. Don Francisco era un profesor bajito y con bigote. Su contrario podría haber sido don Antonio Arrebola profesor grandullón y con aspecto de haber aterrizado en Fuentes directamente de Texas. El otro americano. Don Julio Navarro Calcerrada, cuyo físico no destacaba ni por arriba ni por abajo, era uno de los que más afición mostraba.

Las aficiones en la escuela de la Estación eran enormes. Cada cual tenía la suya, lo mismo que el bigote -la falta de bigote en nuestro caso- el color de los ojos o las orejas de Dumbo. La afición del Negro Jerrero era contar chistes, aunque algunas veces eso le traía consecuencias.  Sin embargo, la Barcia y el Jerrero dejaban de ser ellos mismos cuando en el aula entraban don Manuel Enri, don Antonio el Barba o don Sebastián, cuyas miradas admitían pocas bromas. Una vez le contó uno a don Narciso con tan poca gracia (el chiste) que lo puso contra la pared diciéndole que iba a convertirse en el sucesor de Fofo. Eso sí hizo gracia, especialmente al Negro Jerrero, que de pronto se vio dejando la jerrería de su padre para lucir de artista en el circo. El Negro Jerrero era nuestro periodista escolar. Cogía los lápices de colores, se metía uno en la boca igual que un cigarro y era como si lo trasladara a un plato de televisión para entrevistar al "jugador soberano" de la jornada futbolística. Habría querido ser el cronista del CD Fuentes, pero por delante tenía a José María de los polos.

En invierno, con el frío y el barro, cerraban las ventanas de la clase, pero entonces sentíamos subir desde los pies a la nariz la gran humanidad que nos animaba. El lavado era en palangana y la ducha, donde la había, una vez por semana. Allí veo a la señorita Mercedes enseñando los polinomios, con su alumno preferido, Juan José Medrano Laguna, sin perder un detalle. Aunque la asignatura preferida de Juan José era Ciencias Naturales, que daba don Narciso. Tanto gustaron las ciencias naturales que se hizo veterinario. Don Juan Selfa tuvo a Manoli Barcia de alumna preferida y tantos consejos le dio que hoy es profesora de la Ciencias de la Educación en la Universidad de Sevilla.

Un buen día, por fin nos juntaron a los niños con las niñas. Juntos, pero no revueltos. Lo mejor de aquello fue, con diferencia, disfrutar de la compañía de Manoli Barcia, la niña capaz de revolucionaba la clase todavía más que el Negro Jerrero. Entonces, a don José Catalino no se le ocurrió otra cosa que mandar que cada alumno y cada alumna escribiera una poesía. Al terminar, Manoli Barcia leyó la suya. "El mundo, follando, follando, se va multiplicando". En medio del jolgorio general, los carrillos de don José Catalino cambiaban por segundos como los colores de un semáforo. Y fueron quedando atrás las historias de la guerra civil, las fotografías de Franco y Primo de Rivera desaparecieron de las paredes de la escuela, cada alumno y cada alumna se hizo hombre o mujer, tomó su propio rumbo y su propio olvido hasta que un día, muchos años después, desenterraron los huesos de José Antonio y fue como si reabrieran las puertas de la escuela de la Estación dejando salir una vaharada de humanidad infantil reconcentrada.