La vida en los pueblos andaluces hace muchos años que salió de la miseria y el dominio franquista de señoritos en Land Rover. Andalucía no debe olvidar su sangre jornalera. Olvidar es morir. Al albor de la democracia, en la década de los 70 del siglo pasado, Andalucía tenía una emigración en los focos industriales españoles y europeos, de más de dos millones y medio de personas. Sangre derramada por territorios ajenos a la cultura andaluza, sangre del campo andaluz.

En los años ochenta y noventa del siglo pasado, la población andaluza se apegó al territorio gracias a tres políticas públicas que afrontaron las principales carencias del mundo rural. La implantación de la educación pública, la presencia de centros de salud en la mayoría de los núcleos urbanos por pequeños que fuesen, y los sistemas de protección de la clase jornalera mediante el subsidio agrario y el PER (Plan de Empleo Rural). No fueron regalos del cielo, fueron fruto de luchas organizadas por el sindicalismo agrario andaluz, primero el SOC (Sindicato de Obreros del Campo) y luego el SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores).

La hermosura de los pueblos andaluces se debe a políticas que fijan población al territorio. Se podía haber hecho más, sí, se podía haber limitado el daño ambiental, sí, se puede hacer bastante más, sí. Esta semana el grupo parlamentario confederal de Unidas Podemos presenta en el Congreso una proposición de ley de mejora de las condiciones de trabajo y protección social de las personas trabajadoras agrarias por cuenta ajena y de los eventuales agrarios de Andalucía y Extremadura.

Sin gente, el campo se abandona, crecen el escombro, la basura y los incendios. Sin gente no hay posibilidad de proteger la naturaleza o luchar contra los efectos del cambio climático. Sin vida en el campo las ciudades están en riesgo. La proposición de ley busca tres efectos. El primero, liquidar la intermediación en el mercado laboral agrario de las empresas de trabajo temporal. Estas empresas extraen plusvalías de jornales muy bajos. La segunda, incrementar la actividad inspectora para que no haya peonadas en condiciones de explotación y sin contrato.

Y la tercera, acabar con que el derecho al subsidio agrario dependa de la voluntad del empresario. Para ello, en las condiciones establecidas por la ley, tres años de residencia en un municipio y demostración legal de que se ha trabajado un mínimo de treinta jornales al menos un año antes del momento en que se está en desempleo, se elimina el tener diez peonadas cotizadas para acceder al subsidio agrario.  

El subsidio agrario sin acreditar jornales supone, con esta propuesta, una renta del 50% del SMI. La propuesta de ley incrementa la cuantía del subsidio hasta el 75% del SMI si se acreditan tramos trabajados de diez en diez de jornales, lo que desincentiva el rechazo al trabajo. Además para trabajadores mayores de 52 años permite la compatibilidad con trabajo agrario remunerado. La norma permite computar como jornales las bajas laborales por enfermedad o por maternidad, embarazo o tiempo de lactancia. Busca la igualdad entre hombres y mujeres jornaleras.

Setecientas cincuenta mil personas jornaleras en Andalucía y Extremadura se beneficiarían de esta ley, una vieja reivindicación del sindicalismo agrario. El subsidio agrario actual supone menos del 4% del gasto nacional en desempleo, nada. De aprobarse el nuevo modelo, el incremento de las cotizaciones sufragaría, al disminuir el fraude empresarial, el coste añadido. Es una deuda social con el campo andaluz y extremeño, que ha sufrido y sufre extracción de capital humano, ambiental y monetario desde el centralismo político y los centros de poder económico radicados fuera de esas comunidades autónomas.

Es hora de que las y los jornaleros andaluces y extremeños, cualquiera que haya sido su lugar de nacimiento en el mundo, se liberen de quienes compran su dignidad a cambio de la firma de una peonada.