Cada maestrillo tiene su librillo. Algunos también tenían su mala leche. Por estas fechas en que arrancaba el curso escolar, circunstancia que muchas veces traía aparejados cambios significativos como nuevo maestro, nuevos compañeros y con frecuencia hasta nueva escuela, me vienen a la memoria algunos de los recuerdos que conservo de aquellos maestros y de aquellas escuelas por las que pasé entre los años 53 y 63 del siglo pasado. Sobre mi primer maestro, que fue Pepe Pinito y su escuela de la calle Ancha, ya salió un artículo en este periódico el 17 de noviembre de 2022, titulado "Chivirutas en el trapecio de la escuela de Pepe Pinito", que cualquiera puede consultar y al que sólo podría añadir que conservo un recuerdo muy entrañable de la escuela y de su maestro.

De allí pasé a la escuela que D. Sebastián Molina Soto abrió en su casa de la Alameda, un antiguo molino reformado. La puerta de entrada daba a un gran patio, a la izquierda del cual había la vivienda del maestro y su familia. También había lo que quedaba del molino, con varias piedras de moler esparcidas por el suelo y, a la derecha, el espacio habilitado como aula. En vez de los clásicos pupitres había unas mesitas cuadradas, con un tintero en el centro, de aquellos que decían que aunque se volcasen no se derramaba la tinta, y que eran una novedad.

En cada una de estas mesitas nos sentábamos cuatro alumnos que íbamos girando la silla en función de la actividad del momento, ya que la mesa del profesor, el encerado, el mapa de España, etcétera, estaban situados en la pared del fondo, así como la inevitable foto de Franco y José Antonio. Como en la escuela de Pepe, la edad de los alumnos iba desde los 6 o 7 a los 13 o 14 años y me encontré con algunos de los antiguos compañeros. Lo primero que hacíamos al entrar a clase era rezar, de pie. Padrenuestro, Avemaria, Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Amén.

Nunca cantamos ni el cara al sol ni el viva España ni el yo tenía un camarada ni ninguna de aquellas canciones consideradas patrióticas. A la salida de clase, a veces, cantábamos una cancioncilla que decía así: "Oh María que en cielo brilla la blanca estrella que me va a guiar y con ella rumbo a la orilla, va mi barquilla sin temor del mar". Aseguraba D. Sebastián que el que no canta es un animal. El libro utilizado era la enciclopedia Dalmau Carles, el grado elemental, el grado medio o el superior, según el nivel del alumno. El libro incluía un poco de todo, pero no recuerdo que el maestro incidiera especialmente en alguna de las materias.  

Aunque frecuentaba la Iglesia con cierta asiduidad, nunca impuso a los alumnos la obligación de asistir a misa ni ningún otro deber para con la Iglesia. Era bastante consciente de que buena parte de su alumnado procedía del Rueo, la calle la Luna, el Cerro y que para algunos de ellos, la ocupación habitual era la de porquero y venían por la escuela cuando no había guarros que cuidar. La diferencia de nivel entre los alumnos, tanto por edad como por conocimientos, hacía que la clase en su conjunto sonara como aquel bandoneón arrabalero viejo fuelle desinflao del tango de Gardel. Pero tengo que reconocer que Don Sebastián, a veces, sabía ponerlo en solfa y arrancarle algunos acordes más o menos melódicos.

No pegaba mucho y solo con la mano. No necesitaba regla ni palmeta. A la Historia Sagrada que venía en el libro no se le prestaba mucha atención, pero sí teníamos que aprendernos el catecismo RIPALDA. La joya de la corona era un tal Agustín, de la calle Mediomanto, que era capaz de recitar los artículos de la fe de carrerilla con puntos y comas. Era de los mayorcitos, muy buen chaval por cierto. Las ovejas negras eran un tal Crespo y el mayor de dos hermanos apellidados Conde. Yo conseguí pasar bastante desapercibido.

A D. Sebastián nunca le oí pronunciar el nombre de Franco, pero era un incondicional de José Antonio. Repetía con bastante frecuencia "que no se malogre ningún talento por falta de medios", frase que atribuía al fundador de Falange y de vez en cuando también soltaba que José Antonio se encontraba un pobre por la calle y se quitaba la chaqueta y se la daba, eso era matemático. Había un alumno, creo que era Carmona, el hijo del que fue tantos años portero del casino de los señoritos, que cuando salíamos al recreo se jartaba de reír y decía que si José Antonio hubiese venido a Fuentes no habría ganado para chaquetas.

Despotricaba mucho de los señoritos de Fuentes, decía que eran una pandilla de ignorantes, que algunos no sabían ni firmar. Que firmaban con el zoquete, o sea estampando el pulgar. También decía que si había un coche que se llamaba Haiga era porque un señorito de Fuentes fue a comprarse un coche y cuando le preguntaron qué coche quería dijo el mejon que haiga y luego se echaba a reír estrepitosamente. Aunque supongo que consideraba totalmente superfluo hablar en clase de política o cosa parecida, sí decía de vez en cuando y yo creo que de buena fe, en este país a partir de ahora cuando alguien vaya a buscar un empleo o se presente a unos exámenes o unas oposiciones ya no se le preguntará usted de quien es hijo o sobrino o primo, sino usted qué sabe hacer. Se han acabado los favoritismos.

A veces, a media clase se salía del guión y nos apostrofaba diciendo "qué vais a saber vosotros si habéis visto el mundo por un agujero lleno de telarañas". No sé si él había viajado mucho. Nos describía las maravillas del Metro de Madrid, del que decía que era "una cueva de ratas comparado con el de Londres, que a su vez era una cueva de ratas comparado con el de Moscú. Y que esto os lo tenga que decir yo, que no puedo ver a los comunistas ni en pintura". Nos contaba que en Suiza si tirabas un papel, una colilla o escupías en el suelo te ponían una multa y que en Alemania, si entrabas en un bar en horas que se consideraba que debías estar trabajando, la policía podía detenerte. No sabía la cantidad de fontaniegos que pronto tendrían ocasión de comprobar la poca o mucha veracidad de sus palabras.

Un viernes que hacia buen tiempo nos dio permiso para pasar toda la tarde  en el patio. Tenía una Peugeot 125 y, aprovechando que había una par de chavales que cuando salían de la escuela hacían de aprendices ancá Soplaguisos, les dijo que le limpiaran la moto, que tenía que tenía que ir a Sevilla. El lunes nos contó cómo le había ido el viaje y dijo que a la entrada de Sevilla paró a poner gasolina y vio cómo el mozo de la gasolinera quería engañar a unos turistas franceses con el cambio. Él intervino y evitó el engaño. En venganza, el mozo en cuestión le dijo que no podía echar gasolina porque no había aceite. Era un motor de 2 tiempos. !Cómo que no hay aceite!, eché mano de un municipal y el aceite salió volando.

A la hora del recreo, el Carmona como siempre, se jartó de reír. "Ya sólo falta que nos diga que andaba por allí Reguerita". Un día sí que hizo algo que podríamos considerar una ligera excentricidad. A la hora del recreo entró en lo que que quedaba del molino y apareció con una fusta de aquellas que servían de mango a los látigos de los antiguos cocheros y un montón de jilillos y le dijo a aquellos que consideraba expertos en el tema, o sea a los porqueros, que le trenzaran un buen látigo. Él no tenía puercos, ni coche de caballos, pero que nadie se alarme ni piense en aquella poesía de Eugenio Hartzenbusch que lleva por título el Látigo y empieza así: La madre de un muchacho campesino ganaba de comer hilando lino y el muchacho, grandísimo galopo, le hurtaba una porción de cada copo. Juntando las porciones fue tejiendo un látigo tremendo con la benigna idea de zurrar a los chicos de la aldea.

Como veremos, el maestro no tenía la intención de zurrarle a nadie. Cuando le presentaron el látigo terminado, lo encontró muy de su gusto, lo guardó en el molino y de momento no se habló más del tema. Al cabo de unos días, por la tarde, nos dijo que saliéramos al patio y formáramos un círculo bastante amplio dejando una buena separación entre unos y otros. Después, fue al molino y salió con el látigo y un follusco. Puso el follusco de pie en el centro del círculo y nos fuimos pasando el látigo. El juego consistía en hacer saltar el follusco de un trallazo. Como era de esperar, el oro, la plata y el bronce se lo llevaron los porqueros. Creo que un tal Ruiz Perea no sólo hizo saltar el follusco, sino que lo rompió a cachos.

D. Sebastián, en esta especialidad, no se comió un rosco. Volví a tropezar con este maestro unos años más tarde en el colegio de la calle Mayor dando la asignatura de formación del espíritu nacional. Cumplía con su papel lo más dignamente posible, pero ni espíritu, ni nacional, ni mucho menos adoctrinamiento. Siempre lo consideré una buena persona. En un viaje que hicimos a Fuentes, al pasar por la puerta de su casa no resistí la tentación de llamar y preguntar por él. Su viuda nos comunicó que había muerto, le alegró mucho saber que había sido alumno suyo y nos dijo que había conservado el aula tal como estaba en aquellos años y que, si queríamos, podíamos visitarla. Yo decliné su ofrecimiento por no causar molestias.