Purifica había muerto, el Lute se había fugado del penal del Puerto de Santa María y los vecinos de Fuentes no verían nunca más llegar y partir trenes de su estación. Purifica era la mujer de Francisco el carnicero y ambos vivían en la calle Mayor, enfrente del cine Avenida. ¿Qué más desgracias podían aguardarnos? Podía suceder, por ejemplo, que desapareciera el cine Avenida y entonces sí que la vida hubiese dejado de tener sentido. Eso no ocurrió hasta mucho más tarde. Francisco el carnicero se quedó viudo, pero nosotros seguimos yendo al cine de nuestros sueños, la estación que a los niños de entonces más viajes nos proporcionaba a lo largo y ancho del mundo.

La fuga del Lute fue el uno de enero de 1970, día elegido por RENFE para cerrar definitivamente la estación de Fuentes. Como estábamos aterrorizados con esta noticia de la evasión del Lute, el consuelo que nos dimos fue que a Fuentes, en tren, el delincuente más famoso de la época no iba a llegar. Un alivio. Lo malo fue que de pronto la estación quedó sumida en un silencio cuyo estruendo retumbaba en el cerebro de los niños que solíamos corretear por allí. Visto desde la distancia de 50 años, el edificio era sencillo, pero coqueto. Recogido, pero eficiente. Funcional dirían ahora.

El arquitecto lo pensó simétrico en todo. Sólo no eran simétricos el cartel que anunciaba a los viajeros su llegada a Fuentes de Andalucía, reloj que les marcaba el momento de acontecimiento y las cinco columnas de hierro fundido que soportaban la marquesina que cubría el andén. Todo lo demás era simétrico. Había dos puertas de arco de medio punto, una para la entrada y otra para la salida, dos ventanas también de arco, dos bancos de madera, uno a cada lado de las puertas, y dos faroles que en sus orígenes debieron de ser de petróleo. ¡Y la campana! Situada entre las dos puertas, debajo del reloj y del nombre de Fuentes de Andalucía.

Aquel cartel de cerámica con el nombre de Fuentes nos hacía henchir el pecho a los renacuajos que de tanto en tanto lográbamos sortear el férreo control de acceso que imponía el jefe de la estación. Porque la estación, aunque modesta, tenía jefe, taquilleros y guardagujas, todos equipados de uniformes y gorras de plato que a nosotros nos parecían de general para arriba. El jefe manejaba silbato y vara de mando dotada de un banderín que ondeaba para darle salida a los trenes. Todo en la estación funcionaba sincronizado como en un ballet clásico. O como aquellos muñecos articulados de hojalata movidos por cuerda.

Cada vez que iba o venía un tren, el guardagujas bajaba y subía la barrera que cortaba el tráfico de la carretera de Lantejuela. Los taquilleros despachaban billetes con cara de tener un gato en la barriga y el jefe aguardaba a los pasajeros recorriendo el andén arriba y abajo. Por allí también andaba Vicente, uno de los más populares recoge maletas y bajadores de mercancías. Estaba casado Vicente con Dolores, hermana de Celedonio, el afilador de Fuentes por antonomasia. Vicente era, por tanto, cuñado de Miguelón Mateo y de Celedonio Mateo. Tampoco era raro tropezarse en el andén con Valentín, al que llamaban "el gallego marchenero", afilador que le hacía la competencia a Celedonio. Y le ganaba. Por eso, Vicente debía de torcer el gesto cuando lo veía bajar del tren equipado con su rueda de amolar. Los barberos de Fuentes preferían confiar sus navajas a Valentín porque decían que Celedonio se las embotaba.

Frente a esta estación había un chozo al que llamaban de la Pompa. La explanada de la estación era un lugar muy concurrido, especialmente los bares de Garrancho, Ángel Gómez y el Pedrero. Siguiendo la vía en dirección a Marchena había un apeadero cerca del cortijo de la Diosá y las tierras de Claravoz. En esa dirección el tren atravesaba dos puentes, uno sobre el arroyo El Salado y otro sobre el Corbones. Varias veces fui en tren en aquella dirección. Marchena parecía una capital. Mucha gente de Fuentes viajaba a Marchena. Uno de aquellos días, con el tren lleno de gente, iba sentado a nuestro lado un hombre lucía gorra negra, chaqueta negra, camisa blanca, pantalones negros y botas camperas. En la mano llevaba una gran vara. Era el que llamaban en "Vistabaja".

En el otro extremo de la vía, en dirección a la Luisana, el tren pasaba por debajo del puente de la Lagunilla y, después en las tierras de Cardejon, lindando con la Madre, estaba la casilla de peones camineros, que servía también como apeadero. A esta casilla le llamaban de la Encarna. Luego, el tren atravesaba el puente del arroyo de la Madre. Al puente de la Lagunilla le habían dado ese nombre porque, a su derecha dirección el Pozo Santo, solía haber una lagunilla. Tenía forma V invertida con laderas a los dos lados. Tenía aquel puente algo misterioso y trágico porque no fueron pocos los fontaniegos desesperados que lo eligieron para quitarse la vida arrojándose al paso del tren.

Una vez cerrada, la estación fue habitada por Rosalía y su piara de pavos. La báscula quedó arrumbada, la casilla de guardagujas olvidada junto a la de Bernardo el legionario, otro personaje de leyenda. Encarna siguió por un tiempo en el apeadero de las tierras de Cardejón. De 1971 a 1973 pasaron algunos trenes de mercancías, pero en este último año empezaron a levantar los raíles y traviesas, trabajos que se prolongaron hasta 1976. Delante de la estación se abrió entonces un gran descampado de tierra teñida de carbonilla. Era agujero negro de nuestra memoria, el espejo roto del sueño desarrollista del siglo XIX con el que Fuentes quiso verse como la más bella y la más próspera. Desde entonces se conformó con el reflejo triste que le mostraban las ventanillas del tren catalán que conducía a la emigración.