Las verdes praderas del edén de nuestra infancia fontaniega confluían en el puente Blanco. Las verdes praderas, las aguas negras y los deseos más inconfesables. Con sus restos de derribo se han ido los sueños y pesadillas de muchas generaciones que crecieron, jugaron, se perdieron y se encontraron a la sombra de sus muros de piedra. Puente mellado como la boca de un mendigo viejo. Un mal día se le cayeron tres de las siete almenas del pretil y así quedó durante décadas. Otro día se vino abajo el gavión izquierdo y fue rellenado de piedras. Quedó cojo y mellado. Quedó así otro puñado de años. Más tarde se le abrió una grieta en gavión el derecho que anunciaba ruina. Finalmente, hace dos semanas se le ha caído el pelo del todo.

No, caído no. Pelado al cero. Ya no hay puente Blanco y la mella no está en su pretil discontinuo, sino en la carretera de la Aljabara. En su lugar harán otro puente, puede que también pintado de blanco y al que llamarán puente blanco, pero ya no será nuestro puente Blanco de toda la vida. Las copias de los monumentos históricos nunca igualan al original porque no tienen capacidad alguna para guardar los tesoros de la memoria de forma fidedigna. Son sucedáneos. Se ha ido el puente fundacional, paso obligado de los recuerdos camino del arenal, del merendero de los pinos y de los cerros de San Pedro.

Fue el puente de tránsito del arroyo del Peñasco que recogía las escorrentías de la calles Nueva, Medio Manto, y Arenal (actual Ramón Barcia). De ellas, la calle Nueva fue siempre la principal suministradora de agua al arroyo del Peñasco, otro nombre caído en el olvido de los fontaniegos. A principios del siglo XX fueron liquidados los puentes que servían para sortear los torrentes que se formaban en las calles Arenal y Cruz Verde y Nueva en su cruce con la Carrera. La calle Ramón Barcia era entonces un tramo del arroyo del Peñasco. Era alcalde de Fuentes otro Francisco Javier (de la Escalera) cuando el ayuntamiento destinó 198 pesetas a recomponer el puente sobre el arroyo del Peñasco, de lo que se ocupó el alarife Ruiz Tesoro.

Por aquellas fecha fue eliminado también el puente que permitía el paso por la Carrera en su cruce con la calle Nueva, que fue nueva desde aquel momento porque vino a prolongar el pueblo más allá de la calle Medio Manto, la última hasta entonces. O la primera si al pueblo se entraba por la Puerta del Monte. Dejó de ser así un simple arroyo para convertirse en asentamiento urbano. Calle Nueva, calle Sevilla porque su brújula apuntaba el rumbo a la capital. Aunque siempre ha sido un torrente cuando las nubes descargan con urgencia de alivio. Rambla Nueva, y no calle a secas, habría sido bautizada de haber desaguado sus ímpetus en algún lugar de la costa mediterránea.

El arroyo del Peñasco todavía era un arroyo y no un vertedero cuando en 1909 el alcalde Manuel Arce Conde tuvo la idea de promover la construcción de una carretera que conectara la vía entre Écija y la N4 cerca de Carmona, pasando por Fuentes y los arenales. La actual carretera de la Aljabara. La intención fue que esta nueva vía facilitara el transporte en las épocas de recolección de cereales y aceitunas, disminuyendo los gastos de acarreo y facilitara la "concurrencia a los mercados de Écija, Marchena, Carmona y otros puntos, beneficiando también al comercio y la industria de la localidad y finalmente a la clase obrera que fácilmente tendría colocación y trabajo en las obras". Las influencias en Madrid del diputado Rodríguez de la Borbolla dieron como resultado, más tarde que temprano, la creación de la carretera, para lo cual hubo que construir el puente Blanco a su paso por el arroyo del Peñasco. Ahí empieza la historia que ahora termina.

La calle Nueva en los años 50 del siglo pasado

El arroyo del Peñasco va a parar al arroyo de la Fuente de la Reina, que a su vez se une más abajo con el arroyo del Algarbejo y después con el arroyo de la Raspa y que posteriormente se unirán con el arroyo Salado que desemboca en el Corbones. Nuestra vida son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir... El Ruedo fue siempre en esta parte un barrizal intransitable. En su ciénaga quedaban atascados carros, tractores y camiones. Y los vecinos hasta los tobillos. Tanto abundaban entonces las aguas subterráneas y los rezumaderos que la tierra parecía supurar gran parte del año como una herida abierta. Fue así hasta que cegaron el arroyo en el mismo Ruedo casi hasta donde Josefa Crespillo tenía su vaqueriza. De forma paralela, la proliferación de pozos para el riego, unida a la escasez creciente de lluvias, dejaron al arroyo seco y al puente Blanco con menos agua que una palangana. Con los manantiales secos, las nubes enmudecidas, los niños del Ruedo emigrados o mudados a otros barrios, al puente Blanco lo corroyó el abandono.

En la memoria, el puente Blanco tiene más bien el tinte negro del olvido. Los quitamiendo de su pretil fueron cayendo comidos por los años y el abandono. Dejaron de quitar miedo de los caminantes y de salvar las ruedas de los carros y coches. El puente amparaba ya entonces a duras penas nuestra memoria de niños intrépidos, curiosos y tímidos que, en los albores del verano, cuando los rayos del sol caían a plomo, los días en que salíamos al campo y la sed apretaba, hartos de recorrer trochas y veredas, bebíamos de las aguas que fluían bajo los muros del puente Blanco. Estas aguas tenía como hermanas las que procedían de la Alameda.

La demarcación del puente Blanco era la puerta hacia el Arenal, los pinos y los cerros San Pedro. Sin el puente Blanco no habría habido ninguno de esos lugares míticos de nuestra memoria. Nuestro puente Blanco era la puerta para el Jueves Lardero de los Pinos y, en invierno, para tomar el sol en los adarves de sus quitamiedo comiendo castañas pilongas o asadas. Tardes al sol de los anuncios de Navidad, al lado de los viejos del Ruedo, que también ellos eran Ruedo, aunque entonces a nosotros eso no nos incumbía mucho. En el otoño proliferaban los pájaros bebiendo de sus aguas turbias y, en los alrededores, los chavales poníamos costillas con el cebo de las primeras alúas: cugajales y zorzales en los bolsillos.

El puente Blanco fue el escondite de muchas parejitas de Fuentes. En sus inmediaciones muchos novios se acurrucaron y prometieron amores eternos que duraron cuatro días. O cuatro siglos. Memoria de nostalgia y sueños imposibles. Lágrimas y carcajadas, travesuras, peleas y reconciliaciones que el tiempo grabó a punta de navaja en los gaviones del puente Blanco. Hermanos de sangre y complicidades. Puente de nuestra infancia. Escondite para los primeros cigarrillos clandestinos. Celtas cortos sin boquilla. No había dinero para otra cosa. Cigarros sueltos comprados de tapadillo en el bar de Manolito Zambibo. Decíamos deme usted dos Fortunas y Zambimbo nos las daba mejores que los niños de Sam Ildefonso.

Después vendrían los primeros canutos y aquel salir del puente Blanco con ojos de alucinado y pies torpes, con los municipales asomados en el horizonte del ruedo sobre un fondo de torre de iglesia comida por los chorreones de mugre dejada por los muchos años de lluvias, las cagadas de los pájaros y la falta de pintura. En primavera, las laderas del arroyo del Peñasco a su paso por el puente Blanco se poblaba del verdor de un yerbazal que daba esplendor a nuestras correrías de infantes intrépidos. Verdes sobre el puente Blanco, blanco y verde, verde y blanco. Niños del Ruedo. La frescura del edén de nuestra infancia, al que ahora tratamos que amarrar nuestro recuerdos para que no nos arrastren al fondo del olvido los cantos de sirena de las prisas y los puentes que serán nuevos, seguros y funcionales, pero no serán nuestro puente Blanco. El edén de nuestra historia.