Antecedentes que pueden haber inducido este sueño del 2 de mayo: primero, la especialista de digestivo, Verónica Siria, me ha detectado en el estómago una bacteria que, dice, tenemos casi todas las personas (Helicobacter Pylori), pero que cuando tenemos las defensas bajas se desarrollan y precisan un tratamiento de antibióticos muy fuerte (12 cápsulas diarias durante diez días), para combatirlo. Segundo, anoche ganó el Betis a la Fiorentina por 2 a 1, en las semifinales de la Liga Conferencia. El Sueño: Estábamos de vacaciones en Florencia, ciudad italiana que conocemos sobradamente bien porque la hemos visitado detenidamente en varias ocasiones. A la salida del hotel nos ponemos a planificar el recorrido por la ciudad y surgen los problemas: ¿A dónde vamos a ir? Yo propongo ir primero a “Il Duomo”, la catedral de Santa María del Fiore, con su doble cúpula de Brunelleshi, y después al Baptisterio de San Juan, después comer...

Esperanza carraspea y me interrumpe levantando las manos abiertas, amenazantes, una a cada lado de mi cara, con los ojos muy abiertos, clavados en los míos, casi gritando atropelladamente; “¿otra vez me vas a llevar a hartarme de piedras? ¡Antes de venir te dije que yo venía a disfrutar, no a guardar colas para volver a ver lo que tantas veces me has enseñado! Yo quiero ir a La Fettunta, a La Buchetta, a las Osterías de Pepo, de Antico, del Corso…, a comer como Dios manda, a degustar lo que no tengo en España y a degustar los vinos de La Toscana”.

Yo trato de poner calma combinando las dos tendencias; “Esperanza, por favor, podemos combinar tus preferencias y las mías, primero …” ¿Qué dices? (me interrumpe), primero me hartas de piedras, y después, con los pies reventados, nunca encontraremos el lugar adecuado para comer. No estoy dispuesta. La disputa se encona y cada vez estamos más distantes del acuerdo, hasta que Esperanza dicta sentencia: “Dame tu tarjeta del banco, no sea que la mía me falle, que yo me voy por mi cuenta”. Saco la tarjeta, me la arrebata de un manotazo, da media vuelta y se aleja con paso firme de legionario. Yo me quedo estoico y pensativo, viendo cómo se aleja, hasta que la pierdo de vista.

Me pongo a andar sin rumbo y me veo delante de “Il Duomo” contemplando su impresionante fachada, su torre mocha y la cúpula. Decido subir una vez más hasta el mirador superior, a través del angosto espacio de la escalera que hay entre las dos cúpulas, igual que la de San Pedro, en el Vaticano. Algo que me impresionó la primera vez que subí y vuelvo a repetir cada vez que voy. Me pongo en la cola para sacar la entrada de acceso y, cuando saco la cartera para pagar, está sin tarjeta y sin dinero. Me quedo de piedra. Se me hiela la sangre, me viene a la memoria la estatua del David de Miguel Ángel, me siento como él de quieto y frio (pero muchísimo más feo, ya quisiera yo). Salgo a la calle y vuelvo a caminar sin rumbo.

Sin tarjeta y sin dinero y sin acordarme dónde estaba el hotel, me pongo a buscar a Esperanza por los restaurantes que, por sus luces y caché, considero que les pueden gustar. Mi tarjeta es del Deutshe Bank, completamente blanca, y será por la asociación imperativa de la necesidad, solo busco a una mujer vestida completamente de blanco. Entro y salgo en uno y en otro y en otro restaurante y todas las señoras están vestidas de negro o de color, pero ninguna de blanco. Se me hace de noche, me siento cansado, sediento y hambriento. Paso por la puerta de una pizzería y el aroma del horno me detiene en la puerta.

No tengo tarjeta, ni dinero, pero tiene que haber una forma de conseguir un trozo de tan deseado manjar. Primero pienso en sentarme en la puerta a pedir una limosna para comer, pero cuando observo los zapatos, la chaqueta y la ropa que llevo, desecho la idea porque nadie se va a compadecer de mí. Opción dos, entrar y contarle al dueño mi tragedia para que me de una pizza a crédito con la promesa de volver mañana a pagarle. Respiro hondo, ordeno mi mente hilvanando una sencilla, breve y trágica explicación que pueda convencer al dueño de la trattoria y entro con paso firme y decidido hacia el más gordo de los tres empleados. En un idioma hispano-ítalo-latino inicio mi exposición, mientras el gordo, sin mirarme, espolvorea de harina la masa, le extiende y, a los cinco segundos, con solo cinco palabras pronunciadas, comprende el texto completo de mi discurso.

Sin mirarme y sin ni siquiera levantar la cabeza, sin dejar de trabajar la masa, levanta la mano derecha con el dedo índice tieso señalando la puerta de la calle, diciendo imperativo; “¡PER LA ESTRADA!, ¡PER LA ESTRADA!” (a la calle). Me giro para franquear la puerta, pero, sin saber cómo, de un manotazo cojo un trozo de pizza del mostrador y echo a correr como un loco, voy doblando las primeras esquinas que encuentro y cada vez que vuelvo la vista atrás veo más gentes con camisetas blancas persiguiéndome.

En la segunda esquina noto que la pizza me quema en la mano. Pienso que si la tiro de nada habrá servido el arrojo que he tenido y me quedaría sin comer. Le doy varios bocados seguidos en el pico del centro, por ser el más tierno y fácil de engullir, y trato de tragar antes de que me alcancen, pero me arden la boca y la garganta, no puedo respirar, se me aflojan las piernas, los de las camisetas blancas se van aproximando cada vez más hasta que me rodean, me tiran al suelo y me caen encima cuatro o cinco de los más gordos.

Los trozos de pizza engullidos me siguen quemando boca y garganta, quiero patalear, pero no puedo con el peso de los gordos, me asfixio, me asfixio, no puedo respirar, me muero, me levanto de la cama y salgo a la terraza a tomar oxigeno del aire fresco, jadeante, empapado en sudor, desconcertado, veo que ni hay camisetas blancas, ni gordos, ni pizza en las manos, ni en boca. ¡Que todo ha sido una pesadilla! Vuelvo al dormitorio y compruebo que Esperanza está en la cama, con un pijama celeste (que no blanco), dormida y roncando. Veo la cartera sobre la mesita de noche, la abro y compruebo que tiene la tarjeta blanca del cajero y que también hay billetes. ¡Qué felicidad, Santo Tomás!