Nunca intentes regresar a un lugar donde has sido feliz. El castigo por haber disfrutado de cuatro noches en la Alhambra es que nunca más podré pisar los palacios nazaríes sin sentir una profunda decepción. Un año después de aquellas cuatro noches asistí a la presentación de un libro de Antonio Gala y salí huyendo de allí. La multitud que inundaba el recinto, en mitad de un griterío incesante, rompía el encanto del lugar. La experiencia de pasar cuatro noches de la Alhambra la hemos resumido en dos partes, la primera publicada el domingo pasado en Fuentes de Información y aquí la segunda.

Capítulo II.

La campana de la Alhambra tañe toques de ánimas, de queda, de alba y de modorra. Los vencejos sobre la Torre de la Vela gritan como demonios. La bóveda va del azul celeste de las alturas al gris rosado del horizonte. De pronto cae el viento y las banderas dejan de tremolar. Cuelgan los pendones ya inermes a lo largo de los mástiles y hasta las palmeras parecen pintadas sobre un fondo de sierra moteada aún por los neveros. La quietud se adueña de la antigua fortaleza nazarí, que se despega del suelo en un intento vano de ascender a los astros. Abajo, Granada enciende la colina del Albaicín. Arriba, la luna borra todas las estrellas de su cielo lechoso.

Elogio de Washington Irving a la Alhambra: “¿Quién puede hacer justicia a una noche de luna en este clima y en este sitio? La temperatura de una medianoche de verano en Andalucía es perfectamente etérea. Nos sentimos alzados a una atmósfera más pura; experimentamos una serenidad de alma, una alegría de espíritu, una agilidad de cuerpo que sólo el existir es ya una dicha. Mas cuando a todo esto se añade la luz de la luna, el efecto es como el de un encantamiento. Bajo su plástico influjo, la Alhambra parece recobrar sus prístinas glorias. Todas las quiebras y grietas del tiempo, todas las tintas apagadas y las manchas de la lluvia, desaparecen; recobra el mármol su original blancura: brillan a la luz de la luna las largas columnatas; se iluminan los salones de un suave resplandor, ¡caminamos por el palacio encantado de un cuento árabe!”.

Casi dos siglos después de que Irving hiciera esa descripción, una lengua de luna nace del mismo Patio de los Leones, entra blandamente en la sala de las Dos Hermanas a beber en su surtidor. Al avanzar la noche, sin embargo, la lengua se transforma en punta de cuchillo clavada en el blanco suelo. La oscuridad se hace densa al fondo de la estancia hasta desembocar en el pozo que parece el mirador del jardín de Lindaraja.

Sólo la linterna de celosías, reloj de sol y de luna, derrama sobre las paredes una tenue cortina de luz que gira como un carrusel alrededor de la cúpula de almocárabes. Sus prismas procuran ser las leyes mismas del cosmos. Siete creaciones geométricas que nacen de un simple cuadrado, girado para formar estrellas de ocho puntas, se abren en infinidad de estalactitas del firmamento y terminan de nuevo en el cuadrado de base de la sala. ¡Ay alarifes granadinos que provocasteis la cólera de Alá pretendiendo emular su capacidad creadora!. La única bóveda perfecta es la celeste.

La Alhambra es dura por fuera y blanda por dentro, fría de día, cálida de noche. Las torres de apariencia exterior militar esconden dentro exquisito refinamiento y sensualidad. Toda exaltación de los sentidos debe quedar en el interior de la casa. Los muros, que en tiempos fueron yeso tan blanco como la nieve, son ahora del rojo de la tierra roja. Blancos de muerte los arabescos de sus paredes interiores, el mármol de sus patios. La luna llega entonces y lo transforma todo. Cada columna se convierte en dos columnas, cada ciprés en dos cipreses, cada almena en dos almenas, cada sueño en dos sueños, cada pasión en dos pasiones. El intruso sale al acecho de esa luna hechicera que se mira en fachadas y estanques. Aquí superpone dos arcos para crear uno nuevo sobre un zócalo de cerámica vidriada, allí baila columnas pétreas. Imprime en los muros almenados fantasmagorías con ojos de espanto, bocas desdentadas, bailarinas de tres pechos con ombligos líquidos, lágrimas de barro y hasta paisajes de nieve.

La luna se divierte en el palacio y los jardines del Generalife, residencia veraniega de los reyes. Siluetea lo que toca con perfiles desconocidos y lo inunda de misterio. Llega un eco de ladridos de los cármenes del Albaicín. En la alta madrugada, un gato negro cruza el Paseo de las Adelfas y dos piernas de hombre echan a correr hacia las sombras. De tarde en tarde, en este lugar se aparece un guerrero con las muñecas cruzadas sobre el pecho. Camina con gesto orgulloso.

Dicen que es uno de los caballeros Abencerraje asesinado en la sala del palacio de los Leones por verse a escondidas con la esposa de Boabdil. Como el caballero, el Ciprés de la Sultana es ya un fantasma a cuya sombra sin hojas una placa recuerda aquellas citas en el Ganeralife. La flor blanca del magnolio desprende los primeros aromas del verano. Los jardines de abajo son una galería de perfumes de jazmín, romero, salvia, centaura, santolina, malvavisco, poleo. En las escaleras y los nenúfares, la luna cae en cascada de reflejos.

En la Alhambra todo es lo que parece. El agua que emerge de sus venas ocultas simboliza el fluir de la vida, la fragilidad de los afanes, lo efímero del poder. A veces se  remansa para crear la alberca del Partal, donde adquiere calidad de espejo para la Torre de las Damas. Desde esos balcones las luces del Albaicín son una capa de nieve en la ladera. El sonido del agua en las  escaleras, los surtidores o las acequias es la música de la Alhambra por antonomasia. Emiten las fuentes entonaciones distintas en la noche.

En realidad, todo es más musical en la soledad en los jardines. A los moradores de estos palacios debía de horrorizarles el silencio. En los patios, el agua es siempre un rumor de voces que cuentan habladurías con tono grave, otras veces divertido, burlesco, cómplice. Si el intruso les presta oídos, los caños son como las comadres que no paran de cuchichear. No sólo el agua eleva su sonoridad. De los estanques emerge una sonata de ranas que otorga a la escena un algo grotesco, casi cómico. Quizá por eso las sensaciones de soledad y de miedo están reñidas con la Alhambra. Durante toda la noche, desde que se apagan las luces hasta que despunta el alba, el intruso se sabe acompañado por ánimas y comadres.

Antes de la medianoche asoma la luna llena sobre los tejados del Patio de los Leones y descubre una máscara de extraña luz sobre la fachada del Harén. Una noche, sentado el guarda Silverio en uno de los escalones a punto de cenar su habitual bocadillo notó que se movía un cordón colgado entre dos poste que cierran el paso a los turistas. Los visitantes confunden la Alhambra con un parque de atracciones y habría quien en verano pusiese los pies en remojo en la fuente de los doce leones.

El vaivén del cordón parecía una invitación a saltar a la comba con alguna divertida esclava del harén y Silverio, avisado de los fenómenos extraños del lugar, no quitó ojo del cabo durante un buen rato por descubrir si quien lo agitaba era el viento, algún gato o gorrión. No corría una brizna de aire ni había rastro de animales. El último visitante ya estaría por lo menos en la Puerta de las Granadas. Cuenta el guarda Silverio que aquella noche no pudo acabar su cena porque al asomarse al Salón de los Abencerrajes, contiguo al Patio de los Leones, vio que toda la fila de cordones jugaba a la comba. Todavía le dan siete escalofríos al recordarlo.

Esta noche de luna llena las esclavas no saltan a la comba. El desagüe de la fuente emite sonidos guturales que inquietan el borbolleo rítmico del surtidor. Desde la ventana del Harén, las piedrecitas del patio son sortijas de plata cordobesa. Habita este palacio una garduña que sale de caza nocturna sin importarle la presencia de extraños. Sus ojos brillan como focos en la oscuridad del Patio de los Leones, de plomo y misterio bajo la luz de la luna.

El palacio mandado construir por Mohamed V en el ángulo formado por los baños y el Patio de los Arrayanes es presuntuoso, reconcentrado y, visto en la noche, parece estar pensado para la conspiración. Las puertas aquí se resisten a las llaves, pero por la mañana aparecen todas abiertas. Al tiempo que la garduña se aposenta del Patio, una mujer vestida de negro asoma su rostro velado al mirador de Lindaraja, descubre un instante su sonrisa enigmática y vuelve a las sombras.

Si el Patio de los Leones es plomo, el de los Arrayanes es cristal. Lo que allí inquieta, aquí incita a la meditación y el ensueño. El estanque vive en los destellos de azulejería y en el perfume del mirto. La irisación del agua estira los cuadrados del zócalo hasta hacerlos juncos. De pronto, el agua queda inmóvil y es entonces cuando traslada su escalofrío al intruso. El Patio de los Arrayanes es tan transparente que podría verse la trayectoria de una flecha en el aire de la noche. Por más que encima de los tejados asome el pretencioso palacio de Carlos V, solitario violador de todos los paisajes, destructor del Serrallo.

Para las noches de luna llena, el intruso elige este patio. Sus dos largas filas de mirtos tiemblan de punta a cabo como enamorados con el simple roce de los dedos. Y como los amantes, el mirto deja las yemas impregnadas de un perfume sereno. Así se comunicaban los amores furtivos. La noche es intensa y larga y el intruso, acunado en una jamuga por el borboteo de los surtidores, los ojos entreabiertos al azul lunar de la alberca, queda adormecido. Despierta creyendo que ha pasado apenas un instante, pero la luna ya no está sobre el agua y pronto un albor de sol aparecerá sobre los tejados. Acabó el hechizo.