De entre mis innumerables recuerdos de la calle de “La Luna”, tengo especial cariño por el pilar (abrevadero) con dos cuerpos, riquísima y fresca agua que nunca dejó de manar en el hueco que había entre el Matadero municipal y el Ruedo. Entre las muchas teorías del origen del manantial, la que más me gustó y me creí era que procedía del pozo que hay en el patio de la vivienda del sacristán de Santa María la Blanca. Contaban que en una ocasión tiñeron las aguas de aquel pozo con polvos de fucsina roja y al poco tiempo comenzaron a salir las aguas teñidas en el pilar, al que yo llevaba las vacas a beber todos los días, mañana y tarde. Hoy está desaparecido, aterrado y urbanizado. Cuando paso por el ruedo no puedo evitar detenerme y recordar tantas vivencias!

Otro recuerdo es para Reyes, al que llamaban El Gitano, por cuya familia siento muchísimo cariño y admiración. Era una persona muy entrañable y con muchísimos recursos. Yo pasaba las horas escuchando las conversaciones entre él y mi abuelo José, eran muy amenos, tenían mucha mundología y yo procuraba guardar sus enseñanzas y no olvidarlas nunca. El relato puede parecer increíble por la erradicación de la rabia, pero puedo asegurar que es cierto y verdadero: al perro de Reyes le entró la rabia y le mordió al borrico, el borrico le mordió a Reyes y rabiaron los tres. Como no había antídotos para esa enfermedad, ni dineros para llevarlos al veterinario, tuvieron que matar al perro y al borrico. El Gitano se salvó de milagro. Estuvimos más de un mes cerrando la puerta con una tranca para evitar que entrara, por temor a que nos mordiera.

Mis primeros recuerdos se remontan a los últimos años de la década de los cincuenta del siglo pasado, cuando un día mi padre me llevó a la casa de campo que teníamos en la calle “La Luna” (Comandante Baeza), número 1, esquina con “el Cerro” (calle Alta), junto al tejar de la familia “los Trapatiestas”. Tendría yo unos 12 ó 13 años (1956 ó 1957). Me dijo que tenía que ir asumiendo responsabilidades para hacerme cargo el día de mañana de la explotación agrícola/ganadera de la que vivíamos. Me hizo entrega de una llave para que, durante los días que él iba a estar en la feria de Marchena para comprar y vender ganado, yo fuera todos los días, después del colegio, a rellenar de trigo y maíz los comederos de las gallinas, y de agua los bebederos de barro cocido (me enseñó cómo había que hacerlo, tumbándolos y con un cubo de agua llenarlos hasta que el agua saliera por la boca. Me maravillaba la magia de estos recipientes que, al ponerlos de pie, mantenía la pileta del bebedero siempre llena de agua sin que se vaciara el depósito). Puse mucha atención, ensayé varias veces, y creo que lo aprendí a la primera.

Cuando mi Padre volvió de la Feria a los cuatro días, me preguntó por la misión encomendada. Me quedé de piedra, se me había olvidado y no fui ni un solo día. Fuimos inmediatamente y, cuando abrimos la puerta, las más de 300 gallinas se nos agolparon en avalancha, con las alas abiertas, gran estruendo de graznidos agresivos (que no eran ni “cacareos” ni “cloques”) reclamando comida y agua. Se nos subían encima impidiéndonos seguir andando. Yo me refugié detrás de mi padre casi sin poder respirar de la cantidad de plumas y polvo que levantaron con el aleteo (ahora lo comparo con la escena de la película “Los pájaros”, de A. Hitchcock).

Las gallinas duraron poco porque Argentina mandó una ayuda de leche en polvo y huevos que hizo bajar los precios y el negocio dejó de ser rentable. Después aquello se llenó de cochinos, todos ibéricos porque los blancos aún no se conocían. Cuando engordaron y se vendieron, a la semana fuimos a limpiar y nos quedamos aterrorizados al ver cómo se movía el polvo del suelo; eran racimos de pulgas que se te subían por las piernas para alojarse en la cintura, axilas y cuero cabelludo. Gracias a una limpieza exhaustiva y riegos con “Zotal”, al cabo de una semana se logró erradicar aquella terrible invasión de ectoparásitos, artrópodos (sifonápteros). Lo pasamos muy mal.

Habíamos tenido algunos robos nocturnos de poco valor de gente que saltaba la pared y se llevaba herramientas, aperos y piensos. Tuvimos que subir las paredes y en la entrada se construyó una habitación portería, en la que se instaló la familia Trini (de la familia de “los Monumentos”) y Miguel (Miguelón), no me acuerdo de los apellidos, con sus hijas Trinidad (“Chiquitita” le llamábamos) y Pura, que vivieron allí hasta que se casaron. El negocio continuó con cientos de cabras y ovejas, que antes las teníamos en el corral de nuestra casa en la calle Lora y todas las mañanas cuando salían al campo llenaban las calles de cagarrutas y orines. Los vecinos se quejaron, con sobrada razón, y el traslado fue justo y necesario.

Teníamos tres zagales, Francisco, Manuel y Juan Antonio (este creo que tenía la misma edad que yo, aproximadamente) “los Perlitos”, que se habían quedado huérfanos de padre y vivían en la calle Sevilla, al final antes de llegar al ruedo, donde en el lado izquierdo hace un retranque. Vivian con su madre viuda y una hermana menor que ellos. Eran muy listos y llegaron a tener más cabras que mi padre. Aunque creo que fueron al colegio muy poco, o nunca, mi abuelo les enseñó algo y Francisco aprobó las oposiciones de Correos y en Barcelona era inspector auditor de la cartería urbana. Los recuerdo con mucho cariño y admiración, para mí eran como hermanos.

Con la creación de la central lechera de Sevilla, que recogía diariamente la leche, mañana y tarde, con un camión, mi padre fue a Torrelavega y trajo dos camiones de magníficas vacas lecheras. En verdad, esas vacas en Santander, con aquellos prados de hierbas y aquel clima, superaban la media de 20 litros de leche diarios (diez en el ordeño de la mañana y otros diez por la tarde) pero en Fuentes, con otro clima mucho más extremo y otra alimentación, por mucho que las mimáramos con piensos de sorgo, panizo, maíz, trigo, avena y escaña (ahora se llama espelta) mezclados y molidos, alternados con pulpas de remolachas, heno y “pasto del Sudán” (Sorghum drummondii), nunca llegaron a esa producción.

Todo el ganado de leche, vacas, cabras y ovejas, pasaban el invierno en Fuentes y a partir de principios de junio los llevábamos al campo, junto a los Cerros de San Pedro y el Lejío (Ejido) hasta que llegaban las lluvias del invierno. Allí aprendí a ordeñar, hacer quesos, segar hierbas con la guadaña, arar con una yunta de mulos (nunca tuvimos tractor) sembrar, segar con una hoz y atar gavillas con las mismas mieses (sin cuerdas, “hilillos”) castrar colmenas, castrar cerdos y pollos, barcinar, trillar, aventar, zarandear, manejar la cuartilla y la media fanega… y mil cosas más, sin nadie que me enseñara. Todo a base de “prueba error”, ya que a mi padre le había dado una embolia pulmonar con un trombo procedente de una flebitis en una pierna, el día del Corpus Christi de 1966 (estuvo seis meses inmovilizado en la cama, atendido por el cardiólogo-neumólogo Andrés Peláez) y cuando se pudo levantar había envejecido alarmantemente y no estaba apto para ningún trabajo. Tuve que hacerme cargo de todo (estaba preparando los exámenes finales de técnico en empresas y actividades turísticas, en Sevilla). Todo me era desconocido, pero lo superé con coraje y amor propio, aunque lo más difícil y doloroso fue el problema económico, ya que no teníamos seguro de ninguna clase y las medicinas y las visitas del especialista, que venía desde Sevilla, eran a base de dinero efectivo.

La superación de este estado caótico y miserable lo detallé en mi escrito “Querida Luna; mi fiel confidente”, del que a modo de resumen transcribo este párrafo: “Pero tú, mi Luna, mi Ángel de la Guarda, sin yo darme cuenta, calladamente, desde las alturas, observándome incesantemente, y muy callada, como es tu seña de identidad, estabas haciendo la mayor labor que por una persona se puede hacer; una noche de la feria de Fuentes, tus rayos salvadores me llevaron a los Cerros de San Pedro para observar a una legua de distancia el resplandor del alumbrado y los fuegos artificiales. Sentado en la cima imaginábamos tú y yo a mis amigos, perfumados con “Varón Dandy”, bailando, ligando con las niñas, , bebiendo, cantando, riendo... sin preocuparse de la hierba, del ordeño, de las mamitis, del pesuño (glosopeda), etc. Tú me hiciste ver muy claramente que todos habían solucionado ya su porvenir, habían terminado las carreras y tenían un empleo fijo y lucrativo para nunca más tener problemas en la vida. Me hiciste pensar y la solución era muy sencilla; los chigates de leche nunca me sacarían de pobre, había que aprovechar la formación que había tenido hacía ya tres años como técnico en empresas y actividades turísticas para presentarme a las oposiciones al Cuerpo Técnico de Correos. Aquello fue un rayo de luz que iluminó mi vida, me obsesioné, y no podía pensar en nada más... cuando aprobé las oposiciones, me destinaron a Écija con plaza en propiedad como Administrador de Correos, con derecho a vivienda, luz, agua y teléfono. Coloqué a mi Padre de Cartero Rural de Navalagrulla y Villanueva del Rey, me fui a misiones de la ONU en los países centroamericanos, me nombraron Director de Correos en Sevilla, Monitor de informática para toda Andalucía, …, 42 años de felicidad...“