Tengo que dar las gracias a Paco de Asís Rodríguez por publicar en su Facebook la magnífica fotografía del Pilar del Lejío que ilustra este artículo. No puede imaginarse el contraste de sentimientos que me ha provocado. Contraste por la pena de verlo en tan lamentable estado de abandono y deterioro, con el pozo sin brocal posiblemente aterrado para evitar accidentes. Y a la vez, alegría, pero mucha alegría, porque a los diez segundos de mirar la foto ya me estaba viendo contemplando el mismo escenario desde lo más alto de los cerros de San Pedro.

Lo cuento. Mi padre se apodaba Fernando er del Lejío (Fernando Sevillano Bautista) obviamente por haberse criado allí, aunque nació en el cortijo de Mari Fernández, uno de los once que componen el Castillo de la Monclova, donde su padre, José Sevillano Miranda (José er Guarda) trabajaba cuando José Hermógenes González (el viejo, el que vivía en la calle Lora, frente a la calle San Sebastián) lo llevaba en arrendamiento. A los pocos años de nacer mi padre, Hermógenes destinó a mi abuelo al cortijo San Pedro de Albadalejo (El Lejío), facilitándole unas parcelas de tierras entre el cerro Picoso y la senda de Lora, donde construyeron una vivienda (los vecinos le llamaban er Quirinal por lo grande que era, en referencia al palacio presidencial italiano) y se independizaron como agricultores y ganaderos. Hoy se les denominarían autónomos o mayetes.

Las paredes de la vivienda eran de unos cantones de piedras calizas unidos con una argamasa de piedras pequeñas, arena y cal. La techumbre era de brezos ripiados y trenzados con un tomo de unos 30 centímetros, proporcionando impermeabilidad absoluta, frescor en verano y abrigo en invierno. Se componía de un gran salón cocina dormitorio de unos 10x10 metros, con dos camas, una para mi padre y otra para mi abuelo y un soberao encima. En un lateral había una puerta que comunicaba con el dormitorio de mis tías. El techo de la cuadra y de la casa de la paja era de chapas de zinc galvanizado. El gallinero, el palomar y los corrales de las cabras eran todos de baldos de grandes estacas clavadas en el suelo, recubiertas con las varetas de olivos del ramón que se comían las cabras, entrelazadas y abrazadas con alambres de espinos. La techumbre, también de brezos.

Los cochinos estaban en otro chozo cubierto, a cierta distancia, y ubicado a favor de los vientos dominantes del sur. En la era había otro chozo donde se guardaban los trillos, el carro, los aperos, las zarandas, los yugos, los angarillones para la paja, los bieldos, las palas de aventar, las cuartillas y medias fanegas y la máquina segadora/atadora marca Ajuria.  Y otro tinglado, solo con largos pesebres y techo de ramas, para las bestias durante el verano. Entre la era y el huerto había un pozo con agua suficiente para regar el huerto y las necesidades de limpieza e higiene, pero no apta para beber.

Junto a la ramonera había un horno de piedra que, una vez a la semana, se llenaba de varetas, se prendía y, cuando se agotaban las llamas, se arrinconaban las brasas a un lado con un brazo de hierro curvo, se barría la solería de piedras y, con una pala de madera y largo mango, se repartían en su interior las masas que una vez cocidas eran unas deliciosas hogazas de pan. Su aroma volvía loco a propios y extraños. Un trozo del borde de esas hogazas, con un hoyo hecho con el dedo para extraer la miga esponjosa, relleno de aceite de oliva virgen extra, cosecha temprana, con unos granitos de sal gorda y otras veces azúcar, tapado con la miga extraída anteriormente, con la corteza crujiente… Eso es un lujo para el paladar. Las hogazas se guardaban en una tinaja de barro, vidriada por dentro, con tapadera de corcho y duraban una semana sin ponerse dura.

Por encima del horno, a una altura de unos cuatro metros, pasaba un hilo de cobre pelado, sostenido por unos puntales finos y largos como garrochas, con unos aislantes eléctricos de cristal y algunos de cerámica blanca. El cable salía de la vivienda y llegaba a unos 100 metros de distancia, hasta unos riscos arenosos que formaban un montículo en la proximidad de la senda de Lora. Con este cable se captaba la electricidad estática de la atmósfera para alimentar una radio de galena, desde la que oíamos radio Pirenaica (cuando veíamos a la pareja de la Guardia Civil a caballos cambiábamos la sintonía). La radio de galena es un aparato que se alimenta con la electricidad estática de la atmósfera, por eso se escuchaba mejor en invierno que en verano.

Allí me crie, mimado como nieto, sobrino e hijo único, por mi abuelo José y mis tías Isabel y Rosarito, sus ahijadas Manola e Isabelita y por los trabajadores fijos Florián y Antonio (que eran familiares, quizás sobrinos), José El Seco y su hijo, que eran de Marchena, y por los cabreros Francisco, Manuel y Juan Antonio (hermanos Perlitos), que para mí eran como hermanos. Además, para la siembra y la recolección, aumentaba la plantilla con temporeros. Un huerto con colmenas de abejas donde mi abuelo me enseñaba a castrarlas y a sembrar las hortalizas. Unos diez o doce mulos, tres yeguas, dos burras, muchas cabras (las vacas vinieron después, hacia 1960, en unos camiones que las trajeron de Torrelavega, a donde mi padre fue a comprarlas), ovejas, cochinos, gallinas y hasta un abundante palomar.

Como el agua del pozo era muy dura, todos los días por la mañana y por la tarde íbamos con todas las bestias al pilar del Lejío, bebían y llenábamos ocho grandes cántaros de barro, transportados en aguaderas metálicas sobre dos mulos. Los cántaros se llenaban en el pozo, que tenía el agua a unos 30 centímetros de la superficie. Mi padre se ponía de rodillas, tomaba el cántaro por el asa, lo sumergía y lo sacaba rebosando. Dentro del pozo había dos grandes anguilas de unos doce centímetros de diámetro y metro y medio de largo, que mantenían el agua limpia de insectos y sanguijuelas. El agua era fresca, cristalina y riquísima. La ubicación del pozo estaba a unos 20 metros del pilar, justo donde se ve el grupo del centro de altas hierbas, de los tres que se ven en la foto. Tenía una bomba metálica, manual, que debió tener un gran rendimiento porque el tubo era de unos 10 centímetros de diámetro, pero que siempre estaba averiada porque le faltaba la válvula de retén.

Había muchos perros. Mi tía Rosarito tenía un perro chiguagua que se llamaba Toni y tenía muy malas pulgas, me odiaba, y no me dejaba acercarme a la camilla las noches de invierno. Mi abuelo tenía un mastín enorme que se llamaba Pelota y me permitía que me subiera encima. Me hacía mucha gracia porque cada vez que ladraba se le escapaba un pedo. Mi tía Isabel tenía una perra podenca con un collar que tenía una especie de bolsillo, en el que todos los días metíamos un papelito con las necesidades que teníamos en el campo (sal, aspirinas, zotal, etc.) acostumbrada a ir a Fuentes diariamente a comer a primera hora del día. Nos servía de correo para atender las necesidades del campo. Mi padre tenía una perra turca (de agua), que se llamaba Canela y era lo más eficiente que he visto para guardar a las vacas, cabras y ovejas; se le mandaba ¡Canela, vuélvelas ! y se lanzaba a la carrera, ladrando, sin necesidad de tener que llegar al destino, porque todo el ganado, al verla venir, se daba la vuelta y continuaba de careo (pastando) en sentido contrario.

Yo tenía una perra garabita que se llamaba Lola porque me la regalaron el día que vi en el cine de doña Mercedes la película “La Lola se va a los Puertos”, de Lola Flores, muy fuerte y valiente. Me gustaba llevarla a los cerros de San Pedro a matar serpientes. Había muchas de algo más de un metro de longitud. Yo le indicaba los orificios, ella escarbaba hasta sacarlas, las sacudía y las descoyuntaba. La echaba a pelear con todos los perros de la calle de la Matea y sus dueños se quejaron a mi padre. Jugábamos mucho y a veces me pasaba. Me hacía mucha gracia cuando le untaba guindilla en el culo. Primero daba muchas vueltas queriéndose quitar aquel fuego y luego se llevaba un rato arrastrando el culo por el suelo. Espero que haya perdonado mis travesuras.

Tenía un caballo y una burra y tuve que dejar de subirme en la burra porque me tiraba al suelo cada vez que quería: agachaba la cabeza, pingaba con las patas de atrás, y yo salía por las orejas sin remisión. Probé poniéndole una cincha por delante junto a las manos y otra por detrás junto a las patas traseras, para agarrarme fuerte, pero ella insistía hasta que me veía en el suelo.

Mañana: El pilar del Lejío (y 2)