En el Pilar del Lejío los días de calor me bañaba a escondidas de mi padre y de mi abuelo porque me decían que después las bestias me olían en el agua y se iban sin beber. Había muchas sanguijuelas en verano y casi siempre salía con unas cuantas adheridas. Mi abuelo ponía unos calcetines en el caño que alimenta de agua al pilar, fijándolo con un alambre al que daba varias vueltas y apretaba dándole garrote. El calcetín servía de filtro, pero había que mudarlo todos los días porque se llenaba de sanguijuelas. Muchas conseguían pasar al pilar y eran tomadas por las bestias, provocando serios problemas de asfixias.
Cuando observábamos que algún animal resoplaba, tosía insistentemente y no comía, teníamos que actuar inmediatamente: se hervía un paquete de tabaco, de aquellos de las petacas con un litro de agua. Cuando el agua se enfriaba y tenía la temperatura aproximada de 37 grados, la metíamos en una botella, cogíamos al animal con el acial (palo de 40 ó 50 cm. con una cuerda en el extremo, para coger a las bestias por el labio superior), le levantábamos el hocico y le vaciábamos de golpe todo el líquido de la botella por uno de los orificios nasales. El resoplido y la sacudida eran de tal intensidad que no quedábamos ningunos de pie, incluso algunas bestias hasta se caían de espaldas, la botella por los aires y, lo mejor, las sanguijuelas todas afuera reventadas (el tabaco las revienta instantáneamente). Dentro no quedaban ninguna. A continuación, para prevenir que no tomaran más “hirudíneos”, le poníamos alrededor del cuello un collar con tiras de piel trenzadas del “torvisco”, que emite unos vapores que no soportan estos parásitos.
Dentro del cortijo, que era muy grande, había un patio central con una fuente en medio, un tinaó, para las vacas, con un corral y un palo en medio de rascadero, otro patio con cochineras, un palomar y un huerto con algunos árboles como una higuera y un mandarino. La puerta principal estaba precedida de dos muros de algo menos de dos metros de altura, sobre los que había unas verjas de hierro, a unos 3 ó 4 metros de distancia de la pared, formando dos hermosos jardines.
Los cerros de San Pedro debieron estar poblados desde tiempos muy remotos, por el abrigo a los vientos, la abundancia y calidad de su agua y la altura privilegiada dominando toda la campiña desde Fuentes hasta el rio Corbones. Yo me encontraba, siempre que escarbaba buscando serpientes, monedas de cobre, lagrimales de vidrio, y lámparas de barro cocido para aceite. Bastantes. ¡Qué lástima no haberlas sabido valorar para conservarlas y hoy estarían en algún museo hablando y contando la historia de nuestros antepasados! Me duele mucho y pido perdón públicamente por mi ignorancia de aquellos momentos.
El cuadro que ilustra este artículo lo pinté hace muchos años, recordando el horno de pan de mi abuelo y su entorno, con la mesa tocinera con cajón en la que se ve la masa del pan envuelta en un paño, para distribuirla en hogazas, el roete para portar la masa sobre la cabeza y una cesta de mimbre con piezas de pan ya cocido. Aparecen dos gavillas de trigo atadas con sus mismas mieses, un montón de picón recién hecho, humeante, con el cubo de agua y la escoba, un brasero con los rescoldos del horno, la pala de madera, el brazo de hierro para despejar la solería del horno. Hay una pala y una horca de hierro para cargar las ramas secas de ramón, dos colmenas de corcho para las abejas junto a la ramonera, la piedra de amolar con pedal y piscina de refresco y limpieza, un calabozo y un hocino para podar, un cántaro con su jarrillo de lata, un tirachinas y una honda con los que me entretenía disparando piedras hasta hacer desaparecer el pequeño bote de cristal puesto sobre la rueda de amolar, un cubo con cal para blanquear el horno, una escardilla, una olla de hierro y un bidón cargado de paja prensada, con orificios de entrada y salida de aire, que servía de cocina y estaba permanentemente encendido para tener agua caliente todo el día. En la lontananza he querido pintar el rio Corbones, pero no me ha salido tan bien como yo deseaba.

El Carro fue construido en la fábrica de José Antonio Soto, que tenia el taller en la calle Berbisa de Écija, frente a la iglesia de Santa Ana, y al lado del primitivo Bar Pirula, después llamado “El Pasaje”. Además, tenía una línea de autobuses de Écija a Puente Genil, que en su itinerario servía también las localidades de El Rubio, Marinaleda, Matarredonda y Herrera. El chófer del autobús se llamaba Santiago Carrillo (como el político) y, como la concesión de la línea de autobuses llevaba aparejada la obligación del transporte postal gratuito, nos traía todos los días las sacas de los correos de Marinaleda, Matarredonda, Islarredonda y Herrera, con unos 40 ó 50 paquetes de tricornios hechos en la fábrica de “Tricornios Moya”, de Herrera (única fábrica autorizada en España), para su distribución a todos los cuarteles de la Guardia Civil de España.
El conductor, además, cobraba los billetes del autobús y, en estas fechas de Navidad, vendía participaciones de lotería. Tenía un talonario y te expedía un recibo con el importe de la participación y con el número que se jugaba. Yo pude presenciar cómo vendía participaciones del número que le pidieran; “¿tienes el seis?, ¿Me gusta el ocho!, ¿Tienes mi fecha de nacimiento?. Por supuesto, le contestaba, y le ponía el número que le dijeran. En una de esas ventas le escuché decir entre dientes: ¡Osú, osú. Como toque, Palma de Mallorca me va a parecer un meloná, del salto que voy a dar”.
El engrase de las ruedas del carro era un espectáculo que me encantaba, y por eso lo recuerdo tan bien. Como no teníamos grúas, se le calzaba una rueda y, con dos palos largos y fuertes, se hacía palanca en la otra rueda hasta levantarla unos centímetros del suelo. Se fijaba la estabilidad del carro con unos pontones, se quitaba la lavija de seguridad de la rueda, se sacaba el eje de la cañonera de la masa de la rueda unos 15 centímetros, y se le introducía unas lonchas del tocino de la olla del día anterior. Años después, cuando llegó la segadora/atadora se sustituyó el tocino por la grasa consistente que traía la maquinaria.
La segadora/atadora. – Fue un gran adelanto que hizo colgar las peligrosas, y agotadoras, hoces. El mecanismo se basaba en una gran rueda motriz de hierro, como único punto de apoyo de toda la pesadísima maquinaria, y además, al girar, era el motor que movía todos los mecanismos; el vaivén de la enorme cuchilla de metro y medio compuesta por afiladísimos trapecios dentados de unos diez centímetros cada uno, los rulos que hacían mover las lonas (había dos, una horizontal que recogía las mieses cuando caían después del corte, y otra inclinada que subían las mieses emparejadas con las espigas todas al mismo lado, para formar gavillas compactas con unos brazos giratorios que, además las comprimía y las ataba con “hilillo” de fibras secas de pitas, y las expulsaba al suelo. El ruido era atronador, impidiendo cualquier comunicación verbal, y creando muy serios problemas con los animales de tracción hasta que se acostumbraban.
La siega requería mínimo dos trabajadores, uno subido sobre uno de los cinco o seis mulos que componían “la Media Potencia” del tiro, para el control de los animales, y otro subido en la parte superior de la maquinaria, era “el maquinista”, que controlaba el funcionamiento de todos los mecanismos mediante unas palancas que le permitían engranar o desengranar las ruedas dentadas que movían la cuchilla segadora, los rulos de las lonas o los brazos de la atadora, etc. Estaba sobre un asiento metálico sin respaldar ni protección alguna (la palabra arnés de seguridad no sabíamos lo que era). La chapa del asiento tenía unos orificios de 4 ó 5 cm., para su refrigeración, ya que, en esos primeros días de julio, los hierros de la maquinaria expuestos al Sol todo el día, podían sobrepasar los 65 grados de temperatura (se les ponía un trozo de lona de un costal viejo, o de una manta vieja, para poder soportar el calor y las vibraciones).

