Pese a las predicciones de los augures apocalípticos, el ascenso de los sátrapas, el facherío galopante, otro Papa “marxista” y el abuso de la palabra icónico, el mundo sigue girando. No le salen del todo bien las cosas a la carcunda. Aunque nunca sospechamos que pudiesen salir de la cloaca de la historia y se pasearan erguidos, como si no hubiese ocurrido nada, como si el siglo XX, ese que se empeñan en reescribir, no hubiese sido el siglo de la muerte. Amigas, amigos, los zombis han vuelto, sí, pero aún no han ganado, espero que nos quede inteligencia y sentido común para que no lo vuelvan a hacer nunca.

Pensar que lo logren me pone los pelos de punta. No me quiero imaginar que vuelva a imperar la inquina psicopática, justificándolo todo en nombre de la ley de la fuerza blanca, masculina y millonaria. Estos tiempos cada vez riman más con nuestro pasado de intolerancia, aunque solo por una parte, ya no hay comunistas, se extinguieron, abandonaron a Stalin. Todavía hay quienes creen que hay comunismo en China. Quizá no se han enterado de que allí hay dos sistemas, el capitalismo ultramontano y el neoliberalismo salvaje, todo dirigido por una élite endogámica, dispuesta a perpetuarse asesinando a todo el que se interponga.

Durante muchos años, el mundo estuvo fragmentado en dos bloques antagónicos. Además, había otro grupo de países que eran tan pobres, que sólo podían ser colonia. El resto de naciones eran satélite de una de las dos potencias atómicas. Un bloque quiso cambiar la realidad, erradicar el abuso cayendo en la purga ideológica, etiquetando como enemigo del pueblo a todo discrepante. El otro no quería cambiar nada. Al contrario, pretendía conservar los privilegios de los platudos y exportar el reino individualista del ande yo caliente. Crecer indefinidamente a costa de lo que fuese, de quien fuese. Varias generaciones se criaron con el miedo de que alguien apretase el botón rojo; paz a cambio de congoja. Nadie lo apretó, lo sé porque de lo contrario no podría estar escribiendo nada ahora.

En 1989 cayó el muro de Berlín. Estúpido de mí, pensé que el otro muro, el de Wall Street, también se vendría abajo o al menos se tambalearía un poco. Si los esclavos de la nomenclatura del partido desaparecieron, por qué no iban a desaparecer también los siervos de la cadena de montaje, la hipoteca a perpetuidad, la sanidad y educación privadas. Imaginé una sociedad democrática con trabajo y derechos, con vivienda, salud y educación para todos y también para todas. Y luego dicen que soy pesimista, soy un primo de Bambi.

Una vez muerto el comunismo ineficaz y autoritario, que no el deseo de justicia social (esa que tanto le repele ciertos “diestros”) el mercantilismo plutocrático se quedó sin libre competencia, la alternativa había caído con las briquetas de la muralla tudesca. Cuando los dueños del Monopoly se dieron cuenta de la situación, pensaron que lo que ahora les estorbaba era la democracia.

Los ricos prefieren ser pocos, si fuesen muchos no se sentirían superiores, elegidos para la gloria, la elite designada por los hados para dictar sus apetencias. Ser pocos les generaba problemas para imponer la inigualdad en un sistema democrático porque el voto de un potentado vale lo mismo que el de un desahuciado. Así que usaron el Armagedón definitivo, la kriptonita de los mortales, el dinero. El dinero sirve para lo que sea menester, sobre todo si se ha fomentado la desaparición de los valores éticos para sustituirlos por valores de mercado. Todo se puede comprar cuando la palabra solidaridad sólo suena a un sindicato polaco, la empatía se confunde con simpatía, la justicia social con la tarjeta roja que saca un árbitro en un partido de la Champions y la honradez sólo es de cintura para abajo. Así que ahora la democracia está acorralada contra las cuerdas, menos mal que son elásticas.

Quiero ver las cosas como lo hacen los niños, pero no como los niñatos pijos amamantados con la luz azul de unas pantallas que les dicen, cual espejito mágico, que son los reyes del mambo, que tienen derecho a todo por la cara. Odian todo lo que desconocen, que es casi todo. Testosterónicas máquinas simples del alardeo y el consumo que, orgullosos de su ignorancia, repiten que con Franco se vivía mejor “¡Vivan las caenas!” Qué éxito tiene el dinero, cómo ha evitado que se conviertan en ciudadanos libres a base de comerles la oreja con la manipulada y prostituida palabra libertad como ariete.

Los que se zampan todos los bollos siguen intentándolo, pero hay que tener esperanza: a Trump se le caen los aranceles, España no se hunde, mal que les pese a algunos y de momento el fascismo no gobierna la Unión, aún queda oxígeno, respiremos. Para quienes no hay esperanza es para los inocentes de Gaza, tienen que desaparecer, les estorban al dinero.