Medio Fuentes vive y trabaja lejos del pueblo. Por oleadas, cientos, miles de fontaniegos echaron a andar en busca de una vida mejor. Igual que los primeros pobladores del planeta. Lo mismo que ahora hacen miles de africanos, asiáticos y sudamericanos: van de allá para acá en busca de aquello que no encuentran en su tierra. Igual que hicieron miles de andaluces en los años 50, 60 y 70 del siglo pasado. Lo mismo que ahora hacen cientos de jóvenes que van rumbo a Inglaterra, Alemania o Estados Unidos. Unos y otros buscan lo que aquí o allí no encuentran. Hacen lo más natural del mundo, lo que a fuerza de repetirlo siglo tras siglo ha quedado escrito en los genes del ser humano.

Hombres y mujeres no han hecho otra cosa que emigrar desde que bajaron de los árboles. Por pura necesidad. Había (y hay) que buscarse la vida allí donde estaban los mejores alimentos, el agua potable, el clima benigno, el progreso económico... ¡La vida! La especie Australopithecus surgió en África hace unos dos millones y medio de años y de inmediato echó a andar para poblar toda la tierra. Si nada ha sido capaz de detenerlo durante 2,5 millones de años, nada lo detendrá en el presente ni en el futuro. Durante el camino ha chocado con cataclismos, brutales terremotos, trágicas inundaciones, desoladoras sequías y un sinfín de guerras de exterminio. Fronteras y alambradas. Todo eso lo puede frenar por un tiempo, pero pronto continúa su lento, inexorable caminar.

Una primera mirada al fenómeno de la emigración sugiere que se marchan los que más lo necesitan. Suele decirse que el hambre empuja al emigrante. Parece obvio, pero no es del todo cierto. Lo que realmente lleva a emigrar son las expectativas no satisfechas. Los sueños no realizables. Ésta una de las leyes universales de la emigración: no emigra el que peor está, sino el que cree que tiene posibilidad de mejorar sus condiciones de vida, pero choca con las condiciones económicas, sociales y políticas de su tierra. Este fenómeno trae consigo una consecuencia muy perjudicial para los territorios: la emigración es una grave sangría que expulsa a aquellas personas más inquietas, más inconformistas.

Los que peor estaban en Fuentes, los más pobres, a duras penas podían contemplar la opción de emigrar. Muy pocos lo hacían porque emigrar hubiese requerido de ellos un esfuerzo sobrehumano. El hambre real, física, la pobreza extrema no deja espacio en el pensamiento para otra cosa que buscar la forma de comer cada día. Además, la emigración exige disponer de un mínimo dinero para el viaje, para aguantar en el lugar de llegada el tiempo que lleve encontrar un trabajo y cobrar el primer salario, hallar una vivienda... En Fuentes emigraban los que tenían un mínimo de dinero que invertir en la apuesta más importante de sus vidas o los que recibían desde Alemania y Cataluña el apoyo de algún familiar que les mandaba lo suficiente para emprender esa aventura.

En definitiva, los que dejaban atrás Fuentes no iban muertos de hambre, sino vivos de sueños, cargados de proyectos para una vida mejor. Como a los africanos que saltan la valla de Ceuta o Melilla no les mueve sólo el hambre, sino la necesidad de ver sus aspiraciones hechas realidad. Porque al emigrante le mueve una fuerza colosal: la que le confieren sus sueños. Contra los sueños de los seres humanos han sido siempre inútiles las alambradas de las fronteras. Y seguirán siéndolo.

Hay quienes rechazan a los inmigrantes por creer que son lo peor de sus países de origen. El miedo al desconocido hace que algunos clasifiquen con frecuencia al inmigrante como la morralla, como la excrecencia de un país extraño y pobre. La pobreza, el clasismo, genera rechazo en no pocas personas de los llamados países ricos. Sin embargo, aunque mezclados con los que buscan trabajo puede aparecer algún indeseable, por regla general el inmigrante es una persona voluntariosa, colaboradora y, sobre todo, trabajadora. Le ha costado tanto alcanzar su destino que esa fuerza le lleva a dar lo mejor de sí mismo. Ese empuje les suele hacer imbatibles en productividad, en capacidad de aprendizaje.

El lado negativo de esa fuerza arrolladora es la pérdida que conlleva para las sociedades de origen. Porque la emigración supone también una pérdida de riqueza irreparable. Fuentes, igual que todos los pueblos de emigración, perdió a muchos de sus vecinos más activos, los que estaban llamados a promover los cambios sociales y políticos que aquí no encontraban el cauce para hacer realidad. Los trenes cargados de fontaniegos y fontaniegas camino de Barcelona, Alemania o Benidorm (como ahora van los aviones a Francia, Austria o Inglaterra) eran una fuga de capital humano valiosísimo. Esa energía productiva, de cambio, de renovación demográfica la han utilizado y canalizado históricamente las sociedades de acogida para conseguir transformaciones espectaculares. La Seat se erigió sobre los hombros de miles de granadinos, gaditanos, jienenses, sevillanos. Eso no sólo ocurrió en el ámbito de las empresas, como se suele resaltar, sino también en el crecimiento poblacional, de savia nueva y valiente, de impulso del consumo de viviendas, mobiliario, coches, de enriquecimiento cultural...

La determinación del emigrante es titánica. En los primeros años, la mayoría vuelca toda su energía en encontrar un trabajo, en mejorarlo después, en aumentar el confort de sus viviendas, en tener su primer coche, en sacar adelante a sus familias. Cuando por fin consigue todo eso se da cuenta de que en la vida hay otras cosas y busca refugio en la infancia como única patria posible, frecuenta las casas regionales y las peñas flamencas... Entonces trata de tender puentes con su pasado, viaja al pueblo con más sosiego y descubre, ¡ay!, que nada es igual que antes, que su mundo ya no es el mundo, que los amigos de la infancia han emigrado o tienen otras inquietudes. Y se encuentra a medio camino, en tierra de nadie. Muchos acaban instalados en ese mundo virtual, hecho a su medida, basado en los recuerdos de un pueblo que se extinguió años atrás y en el sueño imposible del retorno.

Respecto a la emigración fontaniega, los que llegaron a Cataluña se sintieron maltratados, estafados por su propio pueblo. Unos pocos lo sabían y otros lo intuían, aunque la mayoría ignoraba el uso torticero, injusto, que se hacía de su fuerza de trabajo. De esa conciencia nació con suma frecuencia la rabia callada del emigrante que sentía el dolor del desarraigo y la explotación de sus sueños para construir mundos ajenos. Los menos reaccionaron entregándose incondicionalmente a las sociedades de acogida, incluso negando sus orígenes en alguna medida. Con dolor callado, pero abrazando los nuevos valores, la nueva lengua, las costumbres. De ellos, una buena porción se hicieron nacionalistas catalanes, unos pocos incluso independentistas.

La emigración forzosa de miles de fontaniegos ha supuso a lo largo de todo el siglo XX y lo que va del XXI la mayor estafa, la más dañina malversación de capital humano de la historia reciente de Fuentes. Porque la emigración provoca en los territorios una pérdida de fuerza de trabajo, de energía de cambio, de innovación y de progreso. La emigración es una malversación de sentimientos, de sueños. Malversación cultural, desarraigo, dolor. Estafas perpetradas impunemente por las clases dirigentes del país con la complicidad alevosa de las autoridades y de los ricos de este pueblo. Si malversar es destinar un bien a una finalidad diferente a la que estaba dirigido, durante siglos eso es lo que se ha hecho con la fuerza de trabajo y cambio de millones de andaluces. Hasta ahora, nadie ha pedido cuentas a quienes hicieron (y hacen) esta descomunal estafa.