En el verano de 1969 yo tenía 15 años y la cabeza llena de utopías. Soñaba con viajar por el mundo, un mundo lleno de máquinas que harían el trabajo más pesado y monótono, aquél que no nos aporta pero que es necesario. Tendríamos tiempo de leer, de estar con las personas queridas, sobre todo con los amigos que en aquellos momentos eran lo más importante, o casi, de mi vida. Me sentía un poco atípica, andaba despistada y soñando con vidas paralelas, con mundos extraños a mi realidad, una realidad que más tarde comprendí que era mediocre y vacía en un pueblo donde la dictadura de Franco había creado una sociedad miedosa y carente de interés por la cultura.

Y a esto, el 16 de julio de aquel año Neil Armstrong llegó a la Luna. Me recuerdo en la madrugada de ese día, sentada frente al televisor del bar de mi padre, junto con mi familia y algunos amigos, gritando porque por primera vez el hombre puso un pie en el satélite que hasta ese momento era algo misterioso. Incluso podía estar habitado por selenitas con orejas grandes y un color verdoso azulado. No, la luna solo era un satélite sin vida. Adiós a los mundos extraños creados mientras miraba la luz plateada en las noches de verano, cuando paseaba solitaria por las calles menos transitadas del pueblo.

Especialmente mis pasos me llevaban a contemplar la espadaña del convento de las mojas. La luz misteriosa que recibía del cielo me creaba la necesidad de leer a Bécquer, a Rosalía, a Lorca, lecturas y películas de ciencia ficción que siempre han estado unidas a la belleza, al menos para mí. Me emociono solo de pensar en películas como 2001 Una odisea espacial, Contact o Gattaga, modernas Odiseas y Eneidas. En aquel verano y los que vinieron después, el futuro era un lugar esperanzador, bello y lleno de aventuras.

Han pasado 54 años de aquel verano mágico. El futuro ya no es lo que era, se ha vuelto un lugar inseguro, lleno de incertidumbre donde las señas del colapso nos rondan. Cierto es que hay que intentar superar la melancolía que nos produce la sensación de no poder hacer nada. El individualismo se nos ha incubado, forma parte de la cultura de la postmodernidad que nos promete la felicidad si somos capaces de vivir sin mirar al otro, ignorando el cambio climático que esquilma el planeta. Ya no habrá otros mundos a los que ir a vivir como aquellos que imaginamos en el verano de 1969. Si los hubiera solo estarían reservados para los ricos de la Tierra, esos mismos que nos prometen la felicidad para que sigamos practicando un consumismo que los hacen más ricos.