A rey muerto, rey puesto. Aquella afirmación era un enigma en la cabeza de aquel chiquillo que creía que los reyes no morían nunca y que la muerte era lo que había visto en la pantalla del cine Avenida. Los reyes eran inmortales y los indios tiroteados por los soldados del séptimo de caballería volvían a levantarse al lado de sus caballos. A rey muerto, rey puesto. La misteriosa frase la dijo el municipal Guerrero en la taberna de Francisquillo el 20 de noviembre de 1975. El agente de la autoridad estaba sentado debajo de la cartelera que anunciaba la película Rebelión Apache, estrenada diez años antes. Pero el rey muerto no era rey, sino Franco, y el vivo que hipaba mientras anunciaba su fallecimiento era el presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro.
Los reyes mueren, los municipales hablan con indiferencia cuando fallece el jefe del estado y los presidentes del Gobierno lloran a la vista de todo el mundo. Aquello tenía que ser la escena de una extraña película escapada de la pantalla del Avenida y refugiada en la esquina de Francisquillo. La taberna de Francisquillo, en la esquina de la plaza de Abajo (ahora plaza de Andalucía) era muy peliculera. Como el café de Rick´s en Casablanca, pero en versión fontaniega. Francisquillo hacía el papel de Rick Blaine (Humphrey Bogart) y su mujer Lola hacía de la señora Laszl (Ingrid Bergman). En realidad, más allá de la imaginación de aquel chiquillo, lo único que taberna de Francisquillo tenía en común con el café de Rick´s era que todo el mundo iba a tomarse algo para ponerse al día. "Everybody comes to Rick´s" (Todos vienen al café de Rick´s) rezaba en Casablanca, que traducido a fontaniego sería algo así como tor´mundo va acá Francisquillo.
Igual que en una película, pero ésta debía de ser de Fellini (que aquel mismo año había estrenado Amarcord) el Navajilla estaba sentado con un vaso de vino delante. El Navajilla no traficaba con salvoconductos nazis durante la Segunda Guerra Mundial, sino con la cal de Morón que transportaba con una recua de borricos. Arriero, no traficante, sería la riguroso llamarlo. Tenía aquella taberna un suelo de un incierto color gris y blanco empeñado en jugar al escondite con el serrín y las cabezas de gambas.
Eso ocurría cuando Francisquillo lograba hacerse con una partida de gambas más o menos frescas para deleite de la parroquia habitual de los mediodías acodada a la barra. Era la barra rectangular, con codo al final, pintada en colores claros. Francisquillo trasegaba detrás de la barra recorriendo una tarima de madera. Llevaba el hombre con gafas, camisa blanca y pantalón negro, cubierto por un delantal blanco. Era muy parecido a su sobrino Antonio Gamero y tenía el talante que heredó Kiko el de Aires Nuevos.
Mofletuda, de cabello ensortijado, Pepa, la mujer de Francisquillo preparaba las tapas. Tenía la taberna tres puertas: una a la plaza y dos a la calle Mayor. Las puertas eran de madera de color claro y, detrás de ella otra puerta de cristal giratoria servía para resguardar evitar la entrada del frío. Como ahora, también en aquel tiempo hacía calor por estas fechas de octubre y la gente se sentaba a la puerta hasta la una de la madrugada. Entre la taberna de los Catalino, con la gente sentada a la puerta y el bar de Francisquillo, la plaza atesoraba el mayor capital humano de Fuentes. En aquellas tardes calurosas del mes de julio, en la tele en blanco y negro sonaba la sintonía del Tour de Francia. Tesoros que el viento se llevó.
Más que las gambas cocidas y la cerveza fría, lo que ofrecía Francisquillo en su bar era eso que ahora llaman carisma, pero que entonces decíamos "don de gentes". Como el carisma, el don de gentes no se vende ni en los mercadillos ni en los establecimientos de lujo. Lo tiene quien lo tiene y el que no, a acarrear cal, que arrieritos somos. Llegaba la Navidad y no cabía ni un alfiler en el bar de Francisquillo. Lo mismo que arreciaban los murguistas en carnaval y los meapilas en Semana Santa, Feria, Velá, primavera, verano, otoño e invierno.
En Fuentes había entonces tres familias de grandes taberneros: Antonio el Parro de la Carrera, los Catalino de las calles Mayor y Lora y la de Francisquillo en la plaza de Abajo y sus sobrinos en la calle Lora (Julio Miranda) y enfrente del cine Avenida (Antonio Gamero). Tres taberneros más nerviosos que el rabo de un chivo. En el bar de Julio Miranda de la calle Lora (por donde ahora está la lotería) era donde el padre de Paco Mateo pagaba a la cuadrilla de Hermógenes. Oficina de liquidación de haberes podía haber rezado en un rótulo. Julio Miranda trataba muy bien con vino blanco y tapas que su mujer, Trini, preparaba en la cocina. La pena llegó cuando Julio murió en accidente de moto, dejando viuda y 4 hijos.
El otro sobrino de Franciquillo era Antonio Gamero, que regentaba el bar que había enfrente del cine Avenida. Un tiempo también llevó la piscina de la Venta los Remedios. Le gustaba mucho la caza, sobre todo la cuelga del pájaro, y también el buen toreo. Poliédrico, también era aficionado a la música y casi todas las ferias tocaba con sus colegas Diego Trapito y el Cepo. Antonio Gamero era padre del dueño de Casa Gamero "El Pirulí" y del Kiko de Aires Nuevos. Otra de sus muchas aficiones era el boxeo, seguidor incondicional del campeón del mundo Cassius Clay. Un día en la taberna de Diego Comelón lo estaba viendo boxear y decía que el puñetazo de Cassius Clay era como la patá de un mulo. No le faltaba razón cuando decía que para boxear no había que estar bien de la cabeza y como una cabra para enfrentarse a Cassius Clay.
Tan potente era la personalidad de Francisquillo que acabó dándole nombre a la esquina, que pasó a ser conocida durante muchos años la esquina de Francisquillo. Ahora está la tienda "Pepita Bloom". Cosas de la modernidad. Francisquillo y Pepa tenían un hijo que se llamaba Jacinto, la joya de la plaza, de pelo rizado y con unos ojos muy grandes y alegres. Jacintito, hijo adoptivo, estaba muy mimado. Todos los juguetes del mundo los tenía Jacintito. Y un chorro de pelotas. Alrededor de Jacintito andaban los Morillo de la calle Jurtao pidiéndole que les dejara los juguetes. Celosos, muchos decían que los Morillos eran unos pelotas. Con apenas seis o siete años, Jacintito iba dando besos en la boca a cualquier niña que se le acercara.
La taberna de Francisquillo tenía incluso más imán que los Catalino, tan buen camarero que 50 años después de dejar la taberna todo Fuentes lo recuerda. La familia emigró a Barcelona y la dejó en manos de los Malapatas, primero, y de los Catalino después. Por allí pasaban tratantes como Luis Iznar y el Chico el Monumento. Iznar vendía las vacas del cortijo Santa Juliana de Manuel Mazuelos Villarejo, la mayor y mejor vaqueriza de Fuentes en la década de los 70. Luis Beltrán estudiaba Física y se sentaba de verano en la puerta de la taberna y hablaba de su carrera. Biología estudiaba su amigo Pantalón, de la calle Mediomanto. Antoñito Naranjo, también hijo de agricultor, había suspendido todas las asignaturas de sexto de bachiller, pero estaba doctorado en tragaperras.
Otro parroquiano era Manuel López "El Posadero", que cuando terminaba de ordeñar las vacas pasaba por la taberna repeinado, mudado, a tomar cerveza con tapa antes de poner rumbo al cine Avenida a ver la película de la última sesión de las once de la noche. Luis Chicaingo jugaba al billar, Navajilla trasegaba serones de cal y Arias Navarro hacía pucheritos por la muerte de su padrino político. Todos los municipales de Fuentes pasaban por la taberna de Francisquillo: Reguerita, Marcelino, el Cuervo, Guerrero, Rodrigo y el Santo. A rey muerto, rey puesto.