Escribo, me gusta, cada vez que lo hago me detengo a escuchar mi propia mirada, no es como cuando leo, porque por mucho que imagine, que me identifique con algún personaje, la mirada siempre es la de otra persona, no la mía. Cada semana, haga calor o más calor, frío o más frío, cubro la distancia de ochocientas palabras más o menos, entre el vacío del silencio y la alegría de tener una historia que contar. Sé que no soy el más rápido, ni el más agudo, ni el más elocuente, ni el más divertido, ni el más brillante, ni el más inteligente, ni el más nada.

Abro una ventana y grito desde mis adentros mis ocurrencias que leen, para mi sorpresa, unos pocos, muchos más de los esperados, de los merecidos. Ya que grito, lo hago a los cuatro vientos queriendo dedicar mis reflexiones al mundo entero (hay que pensar a lo grande), pero al final acabo dirigiéndomelas a mí mismo.

Cada semana me pregunto quién ve mis fotos y mis dibujos, quién en un acto de generosidad dedica un par de minutos, tal vez tres, a leer lo que pienso y siento. ¿Quiénes son mis receptores de onda, larga o corta? ¿Quién es mi público, quién lee a un fotógrafo que escribe? Cada artículo es una explosión, una catarsis, una píldora que tomo en mi lucha contra la mediocridad, una terapia individual compartida o quizá colectiva individualizada.

El otro día me enteré en Facebook de la muerte de un hombre eminente, respetado, admirado en su ciudad y muy querido por los que le conocían. Me fijé en el nombre del desconocido y resulta que no lo era tanto, me era familiar, tanto que era uno de mis lectores asiduos (hablo de los lectores como si me pertenecieran). Cada semana me seguía con atención, muchas veces comentando el texto con mucha amabilidad y tacto.

No lo conocía, ni él mí, el único nexo que nos unía eran unos renglones, unas miradas sobre lo que pasa o lo que debería pasar. Compartíamos un espacio imaginario, en el que coincidíamos, o casi. Hay una red invisible de garabatos negros sobre fondo blanco que atrapa al ponente y al escuchante, que genera complicidades y ahuyenta soledades. Una vez hizo un comentario, muy benévolo, en el que decía que lo que había escrito era un reflejo de la sociedad. La idea de ser un fabricante de espejos me fascina. Como he dicho este hombre era muy generoso conmigo.

Me doy cuenta de que de los siete mil millones de personas que hay en el planeta, no conozco casi a nadie y que en el fondo, como todos, estoy solo en el universo, aunque tenga amor, aunque tenga amigos. Mis reflexiones, sesudas o no, estúpidas y maniqueas o no, no tienen importancia alguna porque, aunque fuesen brillantes, el tiempo y la temperie harán estragos en las praderas digitales en las que habitan mis criaturas. Mis artículos son hijos nacidos del insomnio, de la pena negra y la magia blanca y los quiero y les deseo lo mejor. Sé de sus incontables defectos, los traigo al mundo esperando que triunfen, que sean mi orgullo, pero luego la realidad…

Por eso, sentado mirando la pantalla del ordenador, no puedo dejar de pensar en los lectores anónimos, esos a los que nunca he visto, pero siento. Esos que me hacen llegar su afecto, estén o no de acuerdo conmigo. Esos que me imaginarán de otra forma distinta a la real, a su manera, como yo los imagino a la mía. Me imagino a esa señora que espera pacientemente a que pase otra semana para leer lo que escribo y a ese señor que no tiene más remedio que leerme, tal es su aburrimiento. También al masoquista que me lee para constatar que yo ni sé escribir, ni sé dónde tengo la mano derecha.

No quiero engañar a nadie. Escribo para mí, es mi terapia, mi medicina ante las catástrofes cotidianas, pero no puedo dejar de imaginar tu cara, la cara de la persona que está leyendo esto en este momento. Siempre me pregunto si mi artículo gustará o no y, sobre todo, a quién. Si enfadaré a alguien o no, porque dependiendo de a quién molesto puedo sentirme más o menos orgulloso de lo que digo.

Queridas señoras y señores lectores, les informo respetuosamente que seguiré en mi empeño, seguiré gritando aunque sea en la oscuridad desierta. Para escuchar solo hacen falta oídos, para ver imágenes sólo ojos, para entenderlo sólo neuronas, para no estar de acuerdo también. Soy un hombre afortunado porque soy escuchado. Gracias por dedicarme lo más preciado que no tiene precio, vuestro tiempo.

Yo también escribo y fotografío para que me quieran, igual que lo hacía García Márquez (salvando la distancia sideral que me separa de él).