Mohamed Chukri, el gran escritor marroquí, sabía muy bien lo que son las calles de Tánger. Sabía lo que la pobreza extrema, la ignorancia, la violencia, la prostitución, la droga y el miedo, pueden hacerle a las personas. Nadie como él relató tan crudamente al sobrealimentado primer mundo la crueldad de la miseria.

En Tánger, como en tantos lugares, los niños de la calle miran de frente a la vida, porque la vida es lo único que les queda; el ser humano hace lo imposible por abrirse paso, aunque sea a mordiscos si hace falta. Observan con rabia las sonrisas de otros niños cuando van a la escuela. ”Ahí van recién desayunados, con sus babis limpios, cogidos de la mano de sus madres, dando saltitos, bajando por el bulevar al salir de la escuela”. Pequeños, flacos y sucios, con aspecto de ancianos bajitos, ven en otros, la felicidad que ellos no han conocido nunca. Envidian lo que debería ser normal: comer, beber agua clara, no pasar frío ni calor, tener una familia, sentirse queridos.

Para ellos ningún día se diferencia del anterior. Su realidad salvaje es la sórdida monotonía de la pelea por la supervivencia. El tiempo se mide en cicatrices. Caminan ignorados aun estando a la vista de todos, mientras recorren la medina o venden pañuelos de papel cerca de la mezquita de Mohamed V. Forman parte del paisaje, aunque son invisibles para casi todo el mundo.

No para todos, porque al caer la noche salen de entre las sombras, extranjeros de piel blanca y mirada negra. Buscan abusar sexualmente de ellos por un puñado de dírhans, en las fondas de los callejones cercanos a la plaza de zoco chico. Los desamparados críos aguantan, lo soportan todo sin llorar, sin gritar. El pegamento que huelen constantemente les nubla la vista, pero es el analgésico que mitiga el daño que provoca el hambre, el frio, el dolor y la humillación, aunque no el mal del alma. Creen que ese es su destino, que  tienen que pagar por los pecados que no han cometido en su corta vida. Este mundo les ha robado la infancia, la dignidad, la inocencia y todo lo demás. Todo salvo su capacidad de soñar. Son pequeños, pero sueñan en grande, cada vez que ven las deslumbrantes luces doradas de Tarifa, al otro lado del Estrecho, mientras bajan hacia el puerto.

¡Están tan cerca, tan cerca!

Allí esperan aparcados los camiones para embarcar al día siguiente. Si logran esconderse dentro, si no los sorprende la policía y les da una paliza, si aguantan la travesía, si llegan a Europa a salvo… No encontrarán el paraíso, no existe, pero se acabará el infierno para ellos. Por eso cada noche lo intentan. El sueño de terminar la pesadilla sin fin es casi lo único que les hace respirar cada día.

A los pocos que consiguen cruzar los llamamos “Menas” (menores no acompañados). Algunos desalmados con oscuros intereses quieren convencernos de que son delincuentes organizados. Quieren que tengamos miedo de unos niños que han sobrevivido a cosas que somos incapaces de imaginar, niños que no han tenido nunca un juguete. Aquí al lado, a catorce kilómetros de Andalucía, en Marruecos, se calcula que malviven alrededor de treinta mil niños abandonados.

Cerca de la puerta del gran hotel El Minzah veo sus medias sonrisas congeladas. Me miran con curiosidad infantil, con los ojos brillantes, pero entornados por el frío. Se abrazan entre sí. Ellos son su única familia, el único contacto humano no violento que conocen. Parecen animalillos asustados, culpables de seguir vivos. La calle y su ley es su hábitat. En sus caras descoloridas, casi fantasmales, la desdicha es su pan de cada día. Un “pan desnudo”, como el que conoció muy bien Mohamed Chukri.  Él también fue niño en esas calles, tuvo ayuda y mucha fuerza de voluntad. Así llegó a ser un hombre muy sabio. Fue una excepción. Muchos de esos “menas” podrían tener la oportunidad de vivir como personas normales, pero... Sus caras nos gritan en silencio que no son carne para ningún cañón, que sólo quieren ser niños en un mundo que únicamente deja de ignorarlos para usarlos.

Ojalá este artículo fuese un relato de terror. O un cuento al estilo de Dickens, pero no lo es. En Tánger, como en tantas ciudades de África, de América Latina y de Asia, esto no es ficción. Hoy mismo, cuando caiga la noche, estas criaturas intentarán otra vez, colarse en los bajos de un camión y cruzar el Estrecho. Cuántos sueños caben en sus pequeñas cabezas. Algunos lo conseguirán. Otros, los más, se irán desvaneciendo poco a poco ignorados en el trajín de las calles de Tánger.