Recuerdo que nací en otro país, recuerdo que las calles estaban sucias y llenas de barro, recuerdo que no había papeleras, recuerdo que apenas había árboles. Recuerdo que éramos muchos niños, que corríamos y saltábamos sin parar. Recuerdo que las niñas eran seres desconocidos con las que no hablábamos. Recuerdo que era obligatorio jugar al fútbol, recuerdo que lo odiaba. Recuerdo que la tele era en blanco y negro, que el mundo era gris, que tenía que tener mucho cuidado con la ropa de los domingos, que todo era pecado. Recuerdo la violencia, ¡pelea, pelea! Recuerdo que los gorriones nos tenían miedo, recuerdo que los malotes abusaban de los que no lo eran. Recuerdo a los bajitos haciéndose las víctimas mientras daban patadas por debajo de la mesa.

Recuerdo mi adolescencia de complejos e incertidumbres. Recuerdo mi juventud de intensa efervescencia. Recuerdo también lo no vivido, lo que me contaron mi tío abuelo Emilio, que fue taxista cuando había pocos taxis y Leo, aquel fotógrafo cántabro que perdió un pulmón en la Revolución de Asturias. Recuerdo la narración del hambre en voz baja, el miedo en sus caras pese a llevar años viviendo en democracia. Recuerdo a mi abuela María hablando con naturalidad de cómo perdió a una hija con nueve años por culpa de la miseria, recuerdo a mi padre contándome que empezó a cuidar vacas en Sierra Morena con esa edad. Recuerdo que me contaron que mitigaban la pobreza liando tabaco y vendiéndolo por las calles de Córdoba para poder llevarle la comida a mi abuelo Juan que estaba en la cárcel por rojo.  

Estos recuerdos me habitan y vivirán conmigo hasta que la demencia u otro tipo de muerte me sobrevenga. Necesito recordar para saber quién soy, para saber dónde estoy, para poder soñar otras vidas posibles. Soy memoria, aunque esté de moda vivir al día, aunque recordar sea cosa de viejos. Idealizo a unos amigos que quizá no lo fueron tanto, a unas novias que tal vez no me quisieron tanto, vengo de un pasado en parte inventado. He olvidado cuidadosamente los ratos, las horas y los días en los que vivir se hacía insoportable por aburrido. Dediqué mucho tiempo a inventarme a mí mismo, pero fue por pura supervivencia: templar mi carácter, domesticar mi timidez, volverme paciente, aprender a hablar esperando ser escuchado, aprender a mirar sin sonrojo, apostarlo todo al as de espadas y no arrepentirme después.

Hoy la memoria ya no sirve para nada, ni mis batallitas periodísticas, ni mis negativos en blanco y negro, ni mi apolillado currículum vitae, galones ganados en guerras que nadie recuerda. Ahora se vive a salto de mata, “todo es de peaje y provisional” como cantaba Serrat. Definitivamente nos hemos vuelto unos zampabollos adolescentes que nos tragamos los Phoskitos sin quitarles el plástico. Las preguntas incómodas producen urticaria, casi nadie se cuestiona nada y el que lo hace es un “amargao”. Aquí sólo importan la medalla y la pela, todo el mundo quiere ser el Tío Gilito.

No añoro tiempos pasados porque como he dicho, a fuerza de exagerar, la mitad son mentira. Estos son días tan cutres como todos los demás, tan monótonos como siempre, en los que siguen ganando los mismos, a los que siguen aplaudiéndoles los mismos. Me cansa la bronca permanente, el estado de alarma, el borde del abismo, el futuro inverosímil de amor y paz universales. Me entristece la ingenuidad de los inteligentes, la jactancia de los imbéciles, la falta de curiosidad en los niños. Me enfada la actitud de la mala gente que se cree buena persona. Me exasperan los patriotas lame banderas, los necios que siempre saben lo que va a pasar, los calvos vendedores de crecepelo. También los que nunca se mojan, los neutrales de color gris perla, los que oyen voces con sonotone, los que ven la luz tras caerse del caballo.

Ya no sé si subo o bajo, aunque me empeñe en aparentar que estoy al cabo de todo, que tengo la situación controlada y me obstine en comprender un mundo que no entiende ni Dios. Sueño con la escalera de Jacob, cada día subo un peldaño, cada día quedan menos, no sé qué hay arriba, sospecho que nada. A veces me cruzo con ángeles sin alas que suben y bajan como pueden, me ayudan a no despeñarme. También me cruzo con mediocres que me empujan a la nada sólo por gusto; casi consiguen que caiga.

Sueño porque puedo, no porque se me dé bien. Sueño porque es asequible para cualquiera que tenga piel y no se conforme con el vacío existencial que va de lunes a domingo. Sueño porque sé que no es lo mismo vivir que durar. No quiero olvidar ningún peldaño, ningún momento vivido, no porque mi vida valga más que otras, sino porque sólo me queda esta. Por desgracia la vida es corta, por suerte la vida es efímera.