Antes de que existieran los cotillones de los recreos, la Nochevieja la pasábamos en el paseíto la Plancha, nuestra particular pasarela de la moda, la feria de las vanidades de los fontaniegos y fontaniegas. En el paseíto la Plancha sonaron a gloria las doce campanadas, seguidas de las consabidas doce uvas, que nos hicieron transitar de 1976 a 1977 con fondo de un cielo iluminado de besos, soñados o reales, botellas rebosantes de champán, matasuegras, confeti y serpentinas. La Puerta del Sol a todo color cuando TVE sólo emitía las campanadas en blanco y negro. Las fiestas de fin de año siguieron transcurriendo a la sombra de la torre de Fuentes hasta el big bang que fragmentó las celebraciones en multitud de cocheras.

Nochebuena en casa, Nochevieja en la calle. Era un edicto municipal nunca escrito ni publicado que se cumplía a rajatabla en aquellos años de finales del largo túnel. Ganas de fiesta por todo lo alto, cuando lo más alto apenas levantaba un palmo del suelo. Sueños de cortas alas en las entradas de cada año. Pero sueños y buenos deseos al fin y al cabo, bañados con espumosos adquiridos a última hora en la tienda de Diego Millán. Botellas estrelladas contra un suelo pegajoso y sembrado de cristales rotos. Despedíamos cada año sin mirar atrás, como quien se desprende de una piel ajada tratando de estrenar una nueva adquirida cada 1 de enero en el mercadillo de la vida. A la mañana siguiente, Manolo Perrojato con su carrillo azul y su borrico blanco limpiaba el paseíto de cristales, corchos, serpentinas, promesas de amor eterno y besos olvidados.

Por el paseíto la Plancha andaba Mariano el de la autoescuela, que un día de aquellos vino a pegarme un abrazo porque había llegado de Castellón a celebrar la Nochevieja. Mariano fue siempre muy de abrazos entrañables, navideños. Como los abrazos que los mantecados de ajonjolí dan al estómago cuando llegan a casa por Navidad. Por allí andaba Cristóbal la Mare, que llevaba el bar del centro cultural. Como camarero, Cristóbal volvió a Fuentes de la emigración con una formación de altura después de haber trabajado en la Vall d'Arán, comarca situada nada menos que en Pirineos centrales, provincia de Lérida.

Fue Cristóbal la Mare, muy famoso en aquellos tiempos, el primero que introdujo en Fuentes el término empresa para referirse a un bar. Hasta entonces, el diccionario del mundo laboral recogía voces recias como tajo, manijero, señorito, yunta y peoná. Su día de descanso, el tabernero La Mare -perdón, el empresario La Mare- colocaba en la puerta del cultural un cartel que rezaba "Cerrado por descanso del personal de la empresa". La modernidad laboral, la ilustración, la revolución francesa, el liberalismo de las leyes del mercado habían irrumpido en Fuentes vía los Pirineos. El desarrollismo empujó a Cristóbal a ampliar el negocio y triunfó también con el bar de la Alameda. Contrató a Eulogio Pilares. Hijo de Ángel y Delfina, Cristóbal vivía con sus padres en la calle Cerrojero.

El paseíto tenía aficionados, lo mismo que tenían El Cordobés, Antonio Ordóñez, Sebastián Palomo Linares y hasta el Platanito. No tan fieles como los aficionados al cine Avenida, pero casi. En el cine Avenida, el día 1 de enero de 1973 ponían "La rebelión de los bucaneros" cuando Rafael Turutu se sentaba en los escalones de la iglesia mirando al paseíto la Plancha. A su lado estaban su primo Paco y su amigo Pantalón. Rafael trabajaba por todos los que en Fuentes holgazaneaban de sol a sol. Lo mismo entresacaba "mirasoles", hacía de fontanero, emigraba a Benidorm o freía jeringos en la plaza de abastos. Ahora triunfa con el taller de pulseritas de cuero en el Cerrillo de los Liosos.

El bar del centro cultural tuvo un repostero bastante gracioso y de buenos golpes llamado José el Piojo. Su mujer era la Soja. José era otro currante nato que, cuando decidió cerrar el negocio, allá por el año 1986, se dedicó a trabajar de peón albañil y cuatro años después se le vio por Benidorm. Adictos al paseíto la plancha eran su cuñado, su vecino Perrengue y el Varón de la calle Calderero, sobrino de Manolo el jeringuero de la plaza de abastos por aquella época de 1981. Todas las tardes se sentaban en los poyetes de la iglesia junto al paseíto la Plancha a echar la tertulia, a la que se agregaba el hijo de Pérez Toro, que tenía una ferretería en la Carrera. Otro de aquellos aficionados a los poyos del la iglesia era el hermano de Leoncio que vivía en la calle San Sebastián.

Por el bar del centro cultural han pasado cinco reposteros hasta la actualidad. En la década de los 70 tuvo a la hija de la Pepa Amalia (estanquera de la calle Mayor). Amalia y su marido Pepe tenían cinco hijos: Aurora, María José, Juani, Fernando e Isidoro. Pepe trabajó en la hermandad de labradores, en la calejuelilla de la iglesia, que baja al ayuntamiento y después en el banco Granada que hacía esquina en la plaza, donde está la fuente de María la fresca y frente a la posada de Rosario la Macha de la calle Mayor, ambos marcharon a Sevilla, Fernando marchó a Valencia. También tenía otro hijo, así alto, cuyo nombre no recuerdo. La Pepa la Amalia era de la familia de los Mare. Tenía una hermana carnicera en la plaza llamada Manuela. Pepa la Amalia tenía un fuerte carácter y siempre se le conoció viuda. Una vez finalizaron su etapa en el bar marcharon a Sevilla.

Después vino Cristóbal la Mare y su colega Eulogio Pilares. A continuación el hermano del barbero el Maestro Olla, vuelto de Palma de Mallorca. Probó un tiempo y lo dejo. José el Piojo le sucedió. Después tomaron las riendas la Cuerva y su marido, que pronto buscaron nuevas ocupaciones en Barcelona. A continuación vino Hilario Humanes, el que más tiempo ha estado, casi 30 años. Ahora lo tienen Ana y José, dos jóvenes entusiastas que le han dado un aire diferente y tapas apetitosas. La tradición continúa.

Desde aquel mirador del paseíto asistían al desfile del todo Fuentes. La feria de las vanidades pasaba por aquella plataforma. Mirar y dejarse mirar, hablar o dar que hablar, reír o llorar. Admirar la belleza de las hermanas "cuarteleras", hijas del guardia civil llamado Prior. Los ojos se iban detrás de ellas como si les tocara la flauta de Hamelin. Sirenas de un mar que caía en cataratas por la calle San Sebastián abajo. La clase alta de Fuentes pasaba por la encrucijada del catolicismo de pro, las callejuelillas del cura y la iglesia y las calles Carrera, Convento y San Sebastián. Pepe Iznard entibiaba el cuerpo al amor de los tímidos rayos solares de diciembre.

Carrera y santidad. La España que helaba el corazón. Presidía el paseíto la casa de Antonio Novales, afición por los caballos y el beaterio. A un lado, el Monte de Piedad, al otro Santa María la Blanca. Ley y orden. En el Monte trabajaba el hijo del Tate, hijo de Pepe el posadero de la calle Mayor, uno de los niños litris o pijitos de la época, con su Ford Escort amarillo que lucía cuando iba a la discoteca Silvia. A veces aparecía por el paseíto algún emigrante arrastrando a su prole nacida en el cinturón industrial de Barcelona. Un zangolotino preguntaba cuántos kilos pesaban los pasos de Semana Santa. Para ellos, la belleza era proporcional al peso capaz de portar a hombros una cuadrilla de costaleros. Otras veces asomaba una pareja de novios a hacerse la foto del álbum familiar. El paseíto recordaba entonces a aquel estudio de retratista que Talavera tenía en su casa de la calle Lora.

Al llegar el otoño a los árboles se le caían las hojas que el viento llevaba acá o allá, Carrera o calle San Sebastián abajo, anuncio de los rigores del frío invierno y de la inminente celebración de la Nochevieja. Paseíto elegante, coqueta y pijo. Alta alcurnia. Loor de santidad. Casino artesano, casino de los señoritos. La plebe tenía otros paseítos, aunque no casinos. Siberia fontaniega a las siete de la mañana de paso al camión viajero de Sevilla. Los cuatro vientos de la estepa confluían en el cruce más alto de Fuentes. Allí donde el uno de enero soplaría otra vez un aire que helaría las manos y las orejas hasta producirle sabañones a un Manolo Perrojato que andaría despabilando sueños ajenos de la noche anterior. Feliz año 2023.