Sitúese el lector en un lunes cualquiera de cualquier año de mediados del siglo pasado. Un lunes, un miércoles o un viernes, da igual. Eso sí, lo que sigue tiene que suceder necesariamente de buena mañana. Pongamos que es un lunes de enero de 1975. Hace un frío intenso cuando asoma por la calle Mayor el morro del tractor Ebro conducido por Paco Oviedo. Una niebla helada desdibuja y confiere aspecto fantasmagórico a las figuras que aprietan el paso en busca de un café en la taberna de los Catalino. Los lunes, miércoles y viernes son días de sacrificio en el matadero. De allí trae Oviedo los cerdos y borregos que van a ser vendidos en los puestos de la plaza de abastos de Fuentes. Recién despellejadas con agua muy caliente, las carnes aún desprenden vapor.

En la puerta de la plaza le espera para ayudarle en la descarga Manolo Moreno, carnicero de carácter, vigoroso, rebosante de energía, que mira desde la altura. Puro nervio, mucha sangre, hombre temperamental, de pelo negro rizado, de tez morena, Manolo es uno de los muchos carniceros con puesto en la plaza. Oviedo, que suele recibir la ayuda de los carniceros en la descarga, viste botas y pantalón negro de agua, camisa azul y gorra de cuadros, negra y blanca. Cubre su cabeza y espalda con un saco blanco de plástico trenzado en forma de cucurucho. Los carniceros le ayudan a echarse las piezas a la espalda. Además de fuerza, hay que tener mucha habilidad para manipular piezas que pueden superar los cien kilos de peso muerto.

Puesto del Chico la Gallina y la Niña Morillo. A la izquierda, Pepa la Pintá y a la derecha, el niño Fernando de la calle Palma.

Azul el tractor y azul celeste, a juego, el carrillo de la matanza que trae Paco Oviedo. Es el azul del cielo, roto por el rojo de la sangre, que tiñe la memoria nostálgica del mercado de Fuentes, ahora convertido en mortecino centro comercial. Tiene tres puertas que dan a la calle Mayor. La fachada ostenta remates de olas imaginarias y un reloj que marca las siete de la mañana, la hora de apertura. La puerta central es ancha, con barrotes de hierro negro, casi siempre cerrada, flanqueada por dos laterales de menor dimensión, que son las utilizadas a diario. Al entrar, un largo rectángulo ampuloso, de alto techo blanco y suelo gris, recibe al comprador. Ventanales laterales ventilan la plaza. Empleados de aquel palacio de la abundancia eran el fiel Juan Alejandre, que vivía en la calle Calderero, los guardas José Mírame, de la calle Convento, Casimiro, Antonio Ríos y José, llamado "el de la Villara".

Cuando todavía era palacio de la abundancia, los puestos se disponían en tres hileras, izquierda, derecha y centro. Unos sesenta comercios rebosantes de mercancías y exuberante agitación humana. Espacio de sonoridad, hecho para la agitación, poblado de ecos y de vida, no para la quietud y el silencio que lo atenazan ahora. La vida entera de Fuentes transcurría por aquellos tres pasillos, limpios y ordenados en comparación con lo que fue la plaza vieja. Entrando desde la calle Mayor, a la izquierda estaban los puestos de la carne. Los de verduras y hortalizas en el centro, separados unos de otros por tabiques en forma de arco. A la derecha, el puesto de Federico el de los jeringos y su mujer Dolores, seguido de los que ofrecían frutas y verduras. El pescado, en el fondo de la plaza a la derecha, que se cerraba con una puerta grande y ancha que daba a la calle Hurtado, el otro acceso al mercado. La escalera conducía también a los aseos.

Aquella plaza de abastos, inaugurada el 12 de diciembre de 1963, era el reino de los olores, a veces buenos, a veces malos, y de los regateos más o menos encubiertos. De buena mañana olía a jeringos, al aceite de la cooperativa que en la misma entrada vendía la mujer de Manolo el del Ocaso, hija de Paco el guarda. Olía a aceite y a café con leche traído del Catalino por Román, el malabarista de las bandejas. El bar de la plaza lo cogió Manolo Narváez, el Pelao. Olía a los jeringos de Federico, al que sucedieron Manolo el Varón y Magdalena la Turuta. Manolo el Varón siempre estaba a la espera de la ayuda de su hijo Rafael, del que decía que para levantarlo de la cama hacía falta una grúa. A Manolo el Varón lo sucedió en el arte del jeringo Luis Soldado Tirado, que hablaba de geografía económica y humana diciendo que a España no le dejaban producir trigo porque lo iban a traer de Egipto.

Delante, Chico la Gallina, José Mírame, Juanera, Manolo y Paco el Mojero. detrás, Ángeles, mujer de Paco el Mojero.

Regateo como tal no había en la plaza de abastos, pero sí mucho "¡uy, qué cara tienes hoy la carne!", seguido de un "bueno, te la dejo por tanto". El tira y afloja fue consustancial con todo tipo de comercio a granel, hasta la instauración del envasado, de la bandeja pesada y etiquetada en origen, lista para coger y pagar. El "bien despachao" y el "te lo dejo por" pasaron a la historia con la muerte de los mercados de abastos.Regateo no, pero abundaban los que en los puestos de verdura y hortalizas, querían con cinco duros, llevarse a casa diez duros de habas. Las sagas de las carniceras o pescaderas, expertas en el corte de la carne y en el trato con la clientela, dejó paso a las ajetreadas cajeras, a lo sumo diestras en el manojo de los códigos de barras.

Atrapada en la plaza de abastos quedó la figura estilizada de la pescaera Trapito, puro nervio y saber hacer, que si al finalizar la jornada le iba a quedar pescado sin vender, envolvía una pescada en papel de estraza y se la metía en el bolso a la primera que pasara por allí diciéndole "llévate esto y mañana me lo pagas". Si la clienta protestaba porque no quería pescado, le decía "venga, bonita, llévatelo y no te apures que ya me lo pagarás cuando quieras". Ante ese argumento no había quien se resistiera. Había en la plaza dos sagas destacadas, las de los carniceros Moreno y la de los fruteros Mojero.

Francisco Moreno y sus hijos Andrés, Manuel y Francisco fueron sembrando la plaza de generaciones de carniceros. La ordenanza sólo permitía vender la carne en la plaza de abastos, previamente sacrificada en el matadero municipal y sorteada a los carniceros con puestos. Los carniceros rezaban para que no les tocara un cochino gordo, pero corto de carnes y largo de tocino. Un mal cochino traía ruina. Luego vino la liberalización de la venta y los carniceros fueron abandonando la plaza buscando en los barrios la cercanía de la clientela. En Fuentes, la gente gustaba del borrego más que ahora. Para la feria, cada carnicero sacrificaba más de treinta borregos. Entre Ricardo, Fernando y Francisco, los tres puestos especializados en esta carne, sumaban cien borregos para los días de la feria. El paladar estaba hecho a los sabores recios y a las carnes fibrosas de los corrales y montes. Luego el paladar se acostumbró a los sucedáneos de granja y a las carnes tiernas y el borrego fue quedando relegado.

Inauguración de la plaza, con presencia del cura don Francisco, a la izquierda, el gobernador Utrera Molina (centro) y el alcalde, José Herrera Blanco.

Al fondo de la plaza, Manolo el Pescaero (Manolo Carmona) quería llevar a todos los niños de Fuentes a ver un partido del Sevilla. Manolo y su mujer, Anita, vivían en la Carrera. Carismático era el pescadero Baeza, uno de los hombres con más imán y amables que dio la plaza de abastos. Pescaeros eran Diego Trapito y Aurelia, que vivían en la calle Santa Teresa, Antonio y Juan Pérez, los hijos de la Mercedes y de Juan, que vivían en la calla Jurtao. Los puesto de carnicero estaban regentados por los tres hermanos Moreno (Andrés, Manuel y Francisco) y por los sobrinos y nietos Francisquito, José María, Manuel y Manuela, viuda de Mesesale. Carniceros eran también Fernando, el taquillero del cine, Nicolasa y Ricardo, Salud Purifica y Sebastián Luna.

Los pollos los vendía Cristóbal, de la calle Mayor, conocido como Cristóbal los pavos. También Manolita Valenzuela y su marido Miguel, de la calle Palma, conocido popularmente como "el Gallino", Pepa Becerril y su marido Juan López, que vivían en la calle San Francisco, Carmelita Malaspatas y su marido Antonio, de la calle Humildad, Cristóbal la Mare, de la calle Cerrojero, y Juan Luis Vázquez, de la calle la Matea. El cerdo era negocio reservado a La Niña de Concepción la Sillera y su marido Manuel Domínguez, de la calle la Rosa, de la que se decía que hacía los mejores chorizos y salchichones de Fuentes. Ramón Rodríguez, conocido como el Chico la Gallina y su mujer la Niña Morilla, que vivían en la calle Mediomanto. Al morir Ramón, Manolo el de la Justita cogió el puesto. También Faustino García, conocido como Faustino de la Mare y su mujer Manuela, de la calle la Matea. Cuando Faustino se jubiló, su hijo Ángel cogió el puesto.

Los puestos de verdura y hortalizas eran de Gloria, mujer del hortelano Juanera. Todas las vendedoras eran mujeres que trataban con la clientela mientras sus maridos, hijos o hermanos trabajaban los huertos. Entre ellas estaban Francisca, que vivía en la posada de la calle Mayor, Rosa Miranda, que al jubilarse tomaron el relevo sus hijas Antonia y Ana. La Niña del Barrancón, Gertrudis, Dolores, Pepita la Quilina, Pepita "José viudo" eran también verduleras, mientras que los puesto de fruta estaban regentados por Aguedita Flores y su marido, los hermanos Jinca, con sus respectivas mujeres, María y Trini, Manuel el Solano y su mujer Isabel, Pepe Rodríguez, Pepe la Celestina y su hija Pili, que le ayudaba a vender, Juanera y su mujer, Matías y su mujer Rufina, y Paco Flores, conocido como "Paco el Mojero", y su mujer Dolores. El Mojero era el único que tenía teléfono, por lo que cuando Juan Alejandre, el fiel, o el guarda tenían que ponerse en contacto con el ayuntamiento, llamaban desde su puesto.

Los loteros llenan el edificio con sus promesas de dinero abundante. ¡Iguales para hoy!. Venden cupones Rosendito, hijo del Maera del Cerro, el López, el Sosa, el Pepillo... Si fuese verano, Currito los Corrales estaría vendiendo higos chumbos en la puerta, sentado en el poyete del escaparate de la tienda de Paco Pérez. Si otoño fuese, la proximidad de la fiesta de Todos los Santos, atraería a la puerta de la plaza vendedores de castañas, almendras y nueces, expuestos sobre una lona echada en el suelo. Para desesperación de Paco Pérez y de Sebastián Márquez, el mercadillo ofrece todos los sábados ropas, zapatos, menaje para el hogar, materiales para el bricolaje, ajos, cebollas...

Sitúese el lector un lunes de enero de 1975 frente a la plaza. Si fuesen las ocho de la mañana, Reverte llegaría con el aceite en el carrillo amarillo tirado por su mula blanca. Paco Oviedo asomaría al volante del tractor azul despejando la calle de la neblina mañanera. Román haría increíbles malabarismos con una bandeja donde reposaría un agitado café con leche y, apoyado en la puerta, Manolo Moreno esperaría impaciente la llegada de la carne del matadero. El cielo sería de un azul celeste roto por el rojo de la carne.

(En la fotografía de la portada a parece el puesto de Sebastián "Luna" Lora y Salud Sánchez, "Salud la de Purifica")