Enclavada en la campiña sevillana, Fuentes ha basado siempre su economía principalmente en la agricultura y la ganadería. La absoluta dependencia de los fenómenos de la naturaleza para la producción agrícola ha hecho siempre que la falta o el exceso de lluvia diesen al traste con la cosecha y malograsen los trabajos y esfuerzos continuados del labrador a lo largo de todo un año. Las inclemencias de la meteorología, la inoportunidad de la lluvia, la acción destructora del pedrisco y la devastadora actividad de los insectos sobre las plantas contribuían a que el trabajo de los agricultores se convirtiera en un afán de vida un tanto estresante, arriesgado y mal gratificado. Tristes fueron los años finales de la década de 1890 en nuestra villa, con una serie de años de sequía y malas cosechas, que también continuaron en los primeros años del siglo XX.

Durante todo el siglo XIX y buena parte del XX se mantuvo la pervivencia de una agricultura tradicional ligada a los dos polos de la estructura de la propiedad de la tierra. Por un lado, la existencia de una minoría de grandes propietarios y, por otro, de una gran masa de pequeños propietarios proletarizados. De un total 654 propietarios, tan solo 9 poseían el 54 por ciento de la tierra del municipio, mientras que los 645 restantes se distribuían el 46 por ciento. El resto de la población, salvo un pequeño número de artesanos y gente dedicada a los servicios, eran campesinos sin tierras o jornaleros que veían frenado su acceso a su propiedad por la rigidez del mercado y la falta de medios económicos que le posibilitasen la adquisición de algún terreno propio que trabajar. Si no podían acceder a la propiedad, la otra posibilidad o camino para trabajar en tierras era la del arrendamiento a cambio de una cantidad de dinero estipulada o pago en especie. De esta forma, los arrendadores, en un plazo de tiempo más o menos largo, se convertían en los propietarios de las producciones agrícolas durante el plazo del arrendamiento.

Las prácticas de las labores agrícolas eran arcaicas y ligadas al monocultivo de los cereales y algunas leguminosas, reservando el olivo , hasta el siglo XIX, sólo para algunas explotaciones en lugares de difícil cultivo. En el siglo XIX, con las desamortizaciones y la pérdida de los terrenos comunales y de propios de los ayuntamientos, se inició una plantación masiva del olivar en nuestra villa, provincia y toda Andalucía. La desaparición de las tierras comunales significó un duro golpe para la economía familiar de los desfavorecidos y originó un elevado número de conflictos en el campo.

En relación con la distribución del suelo entre los campesinos y el régimen de propiedad es preciso aclarar que eran consecuencia lógica de la baja remuneración del trabajo agrícola y del paro estacional a que estaba abocado este trabajo. También por la propia estacionalidad del ciclo productivo de los cultivos y, sobre todo, porque la gran mayoría de la población campesina, tanto de jornaleros como de los pequeños propietarios y los mismos arrendatarios, se veían obligados a contratarse como asalariados en los momentos en que las tierras propias que cultivaban no exigían perentoriamente su presencia.

El trabajo de la mayoría de los obreros agrícolas dependía en esos ciclos estacionales de las faenas, que los mayores propietarios de tierras necesitaban realizar, y del volumen de la oferta de mano de obra para realizar esos jornales. No se puede olvidar que en nuestro pueblo, como en toda Andalucía, siempre ha existido un fuerte paro estructural, endémico, por razones económicas y demográficas.

La población campesina alternaba las dos formas de trabajo que se daban en nuestra campiña, con la utilización de braceros tanto para las faenas de siega en los meses de julio y agosto, los hombres, y el espigar y rebusca de garbanzos, las mujeres y niños de mayor edad. También se daba el trabajo anual de la recolección de la aceituna, que casi siempre se iniciaba a primeros de diciembre y se prolongaba hasta finales de febrero o principios del mes de marzo, dependiendo de las condiciones meteorológicas  y de la mayor o menor amplitud de la cosecha. A este trabajo de recolección asistía toda la familia: hombres, mujeres y algunos niños para la limpia de la aceituna, con remuneraciones muy desiguales.

Las cosechas tenían tres enemigos permanentes: las plagas de langosta, la sequía y la abundancia de lluvias. Estos tres males, que se cernían periódicamente sobre ellas, hacían que la situación social fuese de verdadera catástrofe. No sólo entre los agricultores, sino también en los jornaleros que se veían privados del jornal diario. Por ello, el ayuntamiento se convertía en el único garante de mantener la paz social en el pueblo y establecer las bases para remediar en lo posible, y con sus pocas disponibilidades, la situación calamitosa. Tanto la abundancia como la escasez de lluvias eran frecuentes, originando que se perdiesen las cosechas, principalmente la de cereales. A veces, las condiciones meteorológicas se prolongaban durante más de un año.

Aunque fueron muchos estos episodios a lo largo del siglo, en 1882 se agudizó de forma muy grave. La cosecha anterior fue nula en la aceituna y en los cereales, por lo que los agricultores habían quedado en el más lamentable estado. No contaban con grano suficiente para poder hacer la nueva sementera y, por tanto, dar trabajo a la clase proletaria. Los jornaleros carecían de medios para alimentar a  sus familias. El conflicto social estaba servido. Existían más de 400 braceros pidiendo socorro, sin tener con qué atender a tan triste situación y, lo que es más, sin esperanzas de poderla aminorar.  Tampoco había recursos de auxilio.

En el pleno municipal del 5 de agosto de 1882, ante la calamidad que asolaba a la población, el ayuntamiento acordó dirigir un oficio al gobernador civil de la provincia suplicándole que socorriese a esta villa con "una cantidad suficiente y bastante para hacer frente a la calamidad". Le pedía que vinieran fondos de la partida librada por el ministro de Fomento y que, mientras llegaban, el gobernador autorizara invertir los poquísimos fondos de cualquier clase que tuviese el ayuntamiento para socorrer a los braceros más necesitados, dándoles trabajo en la composición de caminos y ruedos. Advertía el gobernador que “si una mano protectora no procura auxiliar a este desgraciado pueblo, que no depende más que de la agricultura, de seguro que todos perecerán por no tener medios con que poder volver a sembrar. Que este es el estado afligido de la población y por consiguiente se espera que, hecho cargo de él, se sirva mirar con preferencia a cualquier otro asunto el que nos ocupa, procurando socorrerla antes de que la calamidad tome mayores proporciones, que es lo que en el sentir del municipio debe evitarse”.

El día, el gobernador remitió un oficio en el que manifestaba que era urgente facilitar "la colocación del mayor número de braceros, así como el gobierno se encontraba dispuesto a promover y activar obras públicas, gestionando con activo interés la pronta resolución de los expedientes que habían de dar lugar a la ejecución de las mismas, ofreciendo encontrar en su autoridad la protección más decidida en los acuerdos que la municipalidad tomase para aliviar el aflictivo estado de la población". Decidió el ayuntamiento agilizar las obras que fueran más precisas y necesarias de empedrado y reempedrado, composición de caminos, ruedos, puentes y alcantarillas, así como las de arrecifar varias calles de la población. Las obras se harían por administración directa. El ministerio de Hacienda decretó la real orden del 18 de diciembre de 1882 la condonación de la contribución territorial para los cultivos y la ganadería.

El ayuntamiento creó una comisión formada por tres testigos elegidos entre los propietarios y mayores contribuyentes (José María Escalera y Peñaranda, José León y Villalón y Diego Hernández Carmona) y dos peritos agrícolas (Manuel Muñoz Fernández y Victoriano Grajera Herrero) con el fin de que, una vez examinados los daños causados por la sequía, los tasasen y que el secretario certificase la cantidad de los frutos y especies recolectadas en los años anteriores. También se hizo un censo de los vecinos afectados con el fin de que se acogieran a la exención fiscal.