El Phonicopterus es un ave de largas patas y plumas rosáceas. Filtra el agua para alimentarse de pequeños crustáceos y algas. Anida en Doñana y Fuente de Piedra cada año. También se le conoce como flamenco. No sé nada de si existe relación alguna con el cante jondo. Tampoco si este arte tiene algo que ver con Flandes.

Lo que sé es que muchas personas sobrevivieron, durante siglos, en los suburbios de las ciudades y en los pueblos. Mucha desesperanza, mucha pena negra y muchas tinieblas tuvieron que digerir para alumbrar la fascinante luz del flamenco. Del talento de gente analfabeta, por pobre, y de la queja nació el “quejío”.

La sociedad hizo entonces lo que siempre hace cuando brota algo nuevo e incompresible para ella. Primero lo ignoró, después lo tachó de aberración de baja estofa. Cante, toque y baile, propios del populacho ignorante. Aberración de la que los señoritos disfrutaban, fascinados en fiestas privadas que se prolongaban hasta el amanecer. Por eso se le relacionaba con la prostitución, el vicio y el alcohol. Marginal y marginado, sucio y chabacano, pensó la crema de la intelectualidad.

Afortunadamente, a este arte denostado en público y adorado en privado le salieron padrinos como Manuel de Falla y Federico García Lorca, dos ángeles de la guarda que lo colocaron donde se merece, organizando el primer concurso de Cante Jondo de 1922 en el patio de los Aljibes de La Alhambra. Por fin el flamenco fue reconocido por los eruditos como una expresión artística, un grito genuino de expresión de la cultura andaluza.

Ahora, el flamenco es una garantía de éxito, no hay duda. Se conoce hasta en lugares donde no han oído hablar de la sangría o de la paella. Hace años que salió de Andalucía y recorre el planeta asombrando a gentes de variado pelaje, etnia o latitud. Ya es “Patrimonio de la Humanidad”, nos pertenece a todos los habitantes del universo mundo.

Pero, ¡ay!, el nombre tiene tanto prestigio, que hace que muchos lo utilicen para hacer pasar por jamón al chóped pork. Todo, por un puñado de dólares. Cualquier musiquilla pegadiza que, esté o no dentro de la escala tonal andaluza, automáticamente se convierte en flamenco. Para que la venta de sucedáneos funcione, supongo que por vergüenza torera lo llaman flamenquito. Podrían haberlo llamado, flamenquete, flamen-quillo o, ya puestos, flamenrreguetón o raplenco. Lo venden a buen precio, como si fuese un palo más, o un cambio evolutivo en este genial arte. Pero es el timo de la estampita.

Claro que cualquier creación musical merece mi respeto, aunque atente contra los huesecillos del oído. No se le pueden, ni se le deben, poner puertas al campo. Lo de apropiarse del prestigio de Antonio Chacón, Manuel Torre, Paco de Lucía o Carmen Amaya es otra cosa. Siempre que algo nuestro triunfa, hay quien quiere diluirlo para convertirlo en algo que dé réditos pecuniarios. No hablamos de un arte que sea fácil. Al contrario, es muy complejo y requiere de paciencia para entenderlo. Quizá por eso es tan grande. Quizá por eso siempre ha sido minoritario.

La única defensa del cante jondo, que está tan vivo, que evoluciona cada día, es, como siempre, la educación. Cualquier comunidad con lengua propia, como es lógico, hace que los niños la estudien en la escuela. Hasta en la Isla de La Gomera, los chavales estudian el Silvo Gomero.

No deberíamos dejar que directivos y/o algoritmos de Youtube o Spotify les enseñen a nuestros hijos eso a lo que llaman flamenco, sin serlo. El flamenco es la seña de identidad cultural más nítida, una muestra de lo que los andaluces somos capaces de crear. No pasemos de puntillas, como hacen las aves zancudas, por nuestro ser.

Nos lo debemos a nosotros mismos.

(En la foto, Luis Fernández Soto, El Zambo)