Conocí a Pascual Maragall en una etapa intermedia entre la alcaldía de Barcelona y la presidencia de la Generalitat de Catalunya. Acababa de llegar de Roma, donde había sido profesor durante un año. Ambos llegamos muy pronto a un acto en el que él era el invitado, así que esperamos charlando un rato en la plaza Virgen de los Reyes de la capital hispalense, para hacer hora. Le llamó mucho la atención la cantidad de curas y monjas que vimos por la zona. “Cuánto clero, me recuerda a Roma”, dijo. Le conté que era lógico, estando como estábamos al lado de la catedral y del Palacio Arzobispal.

El comentario de Maragall me hizo pensar en la influencia de la iglesia en Sevilla a lo largo de los tiempos. Como puerto exclusivo de indias, la urbe se llenó de sucursales de todas las órdenes religiosas posibles. Con el tiempo, esto dejó un legado cultural y un patrimonio, sobre todo barroco, impresionantes en la ciudad de Sevilla.

Pero, en realidad ¿es Sevilla una ciudad? La respuesta a esta pregunta, digna de Perogrullo, es rápida. Es como decir que una mano cerrada es un puño. Tan ciudad es, que se conoce en el mundo mundial conocido, desde la época de Tartessos. Con Sevilla alguien podría establecer el símil de una “matrioshka”, esa muñeca rusa de madera de tilo que alberga, una tras otra, casi hasta el infinito, muñecas más pequeñas. Como si estuviese compuesta de muchas ciudades endógenas, una dentro de otra, siguiendo un patrón que se repite de una forma fractal.

Sin embargo yo no la veo como una sola ciudad, sino como muchas en un solo espacio que a veces se solapan. Es Sevilla una ciudad como cualquier otra, moderna, tolerante, abierta, pero también, cerrada en sus certezas. Es una y muchas al mismo tiempo. Una ciudad no está compuesta de edificios más o menos magnos, más o menos altos o bajos, monumentales o adefesios, ricos o pobres. Una ciudad está formada por personas que, a base de respirar el mismo aire, acaban compartiendo un sentimiento colectivo. Si no hubiese gente, estaríamos hablando de un parque temático, un decorado para turistas. Cabría preguntarse si a alguna zona del centro le está ocurriendo algo parecido. De hecho, el centro histórico corre el riesgo de morir de éxito turístico.

Igual que las personas que la conforman, una urbe siempre está viva y en un constante trance de cambio. Nunca volverá a ser la que fue, cada día se transforma un poco, en un camino hacia algo distinto, que puede que sea mejor o peor, pero nunca igual. Hay, sin embargo, quienes se empeñan en guardar una foto detenida en el tiempo, una imagen que probablemente jamás existió ¿En qué momento se pararon los relojes?

¿En qué instante se decidió que los sevillanos han der ser de una determinada forma, cuáles son las “sevillanas maneras” inmutables? No puede haber consenso sobre esto, es imposible. Sevilla es un mosaico formado por cientos de miles de piezas diferentes, con frecuencia contradictorias. No puede, no la hay, una manera unidireccional de ser. Es marinera sin tener mar, no tiene un centro, sino varios. No tiene un equipo de futbol, sino dos. Es una ciudad en la que una gran parte de la gente vive con pasión la Semana Santa, pero otra sale huyendo de vacaciones en cuanto llega el Viernes de Dolores. Unos se mudan a su caseta en el real de la feria y ésta se convierte en su casa por unos días, pero otros no se acercan a los Remedios en esas fechas ni por asomo. En realidad, sólo llegamos a un consenso más o menos generalizado con la cerveza Cruzcampo. Con la excepción de los que no les gusta, claro.

Pese a tanta diversidad, fuera de Sevilla, sólo llega el tópico manido de “la grasia”. Llega porque se vende muy bien, “nos lo quitan de las manos”. El sevillano ha de estar engominado, ser del Betis o del Sevilla F.C., ser taurino, capillitas, extravertido, dicharachero y muy provinciano. Por supuesto la realidad es compleja, aunque veamos por las calles tipos que responden a estos parámetros. “Ca uno es ca uno y tiene sus caunás” y por supuesto, hace lo que le da la gana, acabáramos. Lo que no comprendo es que, por mor de la fuerza de la costumbre, se repintan ciertos tics de una forma automática. A juzgar por los nombres de edificios e infraestructuras modernas, esta parece la tierra de maría santísima, más cristiana que Roma, Dublín y Varsovia juntas. La auténtica reserva espiritual de occidente. Lo cual no es cierto.

Los edificios antiguos restaurados y que albergan instituciones modernas es lógico que mantengan su nombre, el de toda la vida, como el palacio de San Telmo o el Hospital de las Cinco Llagas. Pero… ¿alguien me puede explicar por qué el aeropuerto se lama San Pablo o la estación de ferrocarril Santa Justa? ¿Por qué el teatro de la ópera se llama igual que la plaza de toros? ¿Por qué el estadio olímpico, esté donde esté, tiene que tener el nombre de una orden religiosa? Si algún día se termina la SE-40 (a este paso, no sé si eso llegará a ocurrir), la acabarán llamando “circunvalación de San Agapito”. Creo que es el único santo que aún no tiene un lugar público a su nombre.

Hay que recordar, por ejemplo, que el aeropuerto de Málaga lleva el nombre de su costa y que la terminal más importante se llama Pablo Picasso y la estación de trenes, se llama María Zambrano. El aeropuerto de Granada-Jaén lleva el nombre de Federico García Lorca y la futura estación se llamará Mariana Pineda. Podría poner muchos ejemplos, no faltan. Echo de menos que en el callejero y en los edificios e infraestructuras públicas modernas se honre a sevillanos ilustres. No hay una gran avenida Antonio Machado, ni Vicente Aleixandre, ni Diego Velázquez, ni Luis Cernuda, ni estación, ni aeropuerto, ni puente, ni museo, ni teatro.

No sé a ustedes, pero a mí me gustaría vivir en una ciudad, que además de ser moderna lo pareciera. Que además de estar orgullosa de sus hijos, lo hiciera notar. Una ciudad también hecha para gente como yo. La ciudad del Río Grande y la luz naranja del atardecer. Ciudad de poetas y músicos, pintores y cineastas, científicos y arquitectos. La Sevilla en la que todos estamos presentes los nacidos y los llegados.

Se puede amar a una, a algunas, o a todas las Sevillas al mismo tiempo. La de hoy y de la siempre. Ser capillitas o satánico, futbolero o “baloncestero”, amante de la literatura o de los culebrones turcos. Eso lo decide cada cual, no están hechas de edificios las ciudades, sino de personas singulares. El amor a la tierra es incondicional, ya sea real o imaginaria, porque quizá exista, una Híspalis, Isbiliya, Servalabari, Hims y Sevilla en la forma en la que cada uno quiera. Busca la tuya, quizá la encuentres.