Mi tío Faustino García León, hijo de Juan García Rodríguez (el Chofle), y Soledad León (la de Porrito), el mayor de cinco hermanos (Faustino, Daniel, Joaquín, María Pepa, y Ana María, mi madre), nació y se crió en la calle Lora número 26, entre la taberna de Manuel Martín, el Catalino y la ferretería de la Llave, propiedad de Armando y de Natalia Conde, naturales del pueblo jiennense de Mengíbar. Después de la Guerra Civil, la ferretería se la llevaron a Sevilla (yo no llegué a conocerla) pero sí conocí, y recuerdo muy bien, a sus propietarios porque mi madre tenía mucha amistad con Natalia y los visitábamos con mucha frecuencia en su domicilio de la calle Pasaje Mallol en Sevilla. La casa de Fuentes se la vendieron a Manolo Cárdenas y Ángeles Molina, y estos, sobre los años finales de los cincuenta o principios de los sesenta, a la familia formada por Juan Rodríguez Álvarez y Gertrudis Villalba Isnard (la Reina), su última habitante.
Faustino en su juventud quiso ser torero y llegó a salir en los carteles como novillero para debutar en la feria de Fuentes, pero creo que sus padres lo impidieron. Se casó con María Ángeles, la “Cabecilla”, se fueron a vivir a esa maravillosa casa de la plaza abajo que ahora es conocida como la de don Juan Alejandre, cuyos avatares narró magníficamente Manuel Ramírez en este periódico. Faustino y María Ángeles tuvieron muchos hijos (Faustino, Antonio, Juan, Soledad, Rosarito, Ángeles, Ana y Carmen). Se metió a “matarife” y puso un puesto en la plaza de abastos , con la ayuda de su hijo mayor, Faustino. (Ahora nos resulta fea la denominación de matarife, que hemos cambiado por “carniceros”, que también tiene su aquello. Pero es que antes el mismo profesional era el que sacrificaba los animales en el matadero, los descuartizaba y los vendía en su puesto, mientras que ahora intervienen varios profesionales especializados en cada una de las fases).
Como tenía tantas bocas que alimentar, en su casa, entrando por el zaguán, en la habitación de la derecha, Faustino puso una tienda de ultramarinos, bastante amplia y surtida. El matrimonio dormía en la habitación de la planta superior, justo sobre la tienda. Una noche no pudieron dormir por las “explosiones” que oyeron, creyendo procedentes de la calle, pero como eran los años de la posguerra, consideraron que lo mejor era no asomarse al balcón para no saber nada de nada.
A la mañana siguiente, al abrir la puerta de la tienda que daba al patio, al entrar aire, lo que había sido durante toda la noche un fuego muy lento, sin llamas y de rescoldos por falta de oxígeno al estar todas las puertas cerradas, en solo unos minutos se convirtió en fuertes llamas y humos que impedían el acceso y la intervención. Como en aquellas fechas no había bomberos ni nadie a quien recurrir, la solución fue esperar a que el fuego se terminara de consumir y retirar del patio todos los enseres próximos a la puerta de la tienda para que el fuego no se extendiera al resto del edificio.

Cuando consiguieron entrar, todo estaba calcinado y entonces comprendieron de dónde procedían las explosiones que no les habían dejado dormir la noche anterior; eran las numerosas latas de conservas que, con el calor del fuego lento, iban explosionando desde la estantería, impactando incluso en la pared de enfrente. El resto del edificio se salvó, excepto del humo negro que tiñó casi todo el patio de columnas. El origen del fuego parece que fue la colilla de un cigarro sobre un paquete de papel de estraza para envolver, colocado sobre el mostrador de madera.
La casa era un lujo como nunca había visto a mi corta edad, un auténtico palacete, con suelos de mármol y columnas en el patio. La parte del corral tiene una puerta grande que da a la calle Pozo Santo. Sin tienda de ultramarinos, mi tío recurrió a instalar un bar, adosado a su casa, haciendo esquina con la calle Pozo Santo. El bar era muy amplio y bien situado, pero nunca lo vi repleto de clientes. Lo gestionaba su hijo Antonio. En el salón del bar, todos los días me pasaba horas y horas aprendiendo a escribir a máquina (porque yo no tenía y costaban muy caras) con una Hispano Olivetti, modelo “pluma” de mi tío, hasta conseguir sobrepasar las 150 pulsaciones por minuto ¡sin errores! exigidas en la convocatoria de mis oposiciones.
La barra estaba entrando a la izquierda, de unos cinco o seis metros. Un día se soltaron algunas de las losas del pasillo interior del mostrador y hubo que llamar a unos albañiles para que las fijaran bien. Cuando levantaron todas las losas que estaban sueltas y desescombraron las mezclas que las fijaban, descubrieron una trampilla cuadrada, de algo menos de un metro a cada lado. Llamaron a mi tío, abrieron la trampilla o portezuela y apareció una habitación de unos 5x5 metros, aproximadamente, con una escalera de madera para descender.
En el interior del habitáculo, una especie de zulo, había unas diez sillas alrededor de una mesa camilla más grande de lo normal, sobre la que había dos jarras de barro, unos vasos de barro y otros metálicos (jarrillos de lata), una baraja de cartas esparcida por la mesa y montoncitos de monedas de las anteriores a la peseta. Recuerdo oír opinar a mi tío que, por la disposición de lo que allí se veía, todo era fruto de una huida despavorida por temor a la llegada de las autoridades -el juego estaba prohibido- por alguna pelea, o algo parecido, y no tener tiempo más que a salvar la vida, sin tener en cuenta ni siquiera el dinero. Me refiero a los años entre 1953, cuando yo tenía 9 años, y 1964, cuando tenía 20.
(en la foto que abre este artículo aparezco yo con mi madre en la boda de mi prima Rosarito y Paco Márquez (Ratón). A los lados de los novios, sus padres, mi tío Faustino y el padre de Paco)


