No recuerdo si fue por las buenas notas que habían sacado mis hermanos mayores o por la intervención mágica de los reyes magos, el caso es que en mi casa desapareció el silencio para siempre. Aquel tocadiscos Bettor Dual era el aparato más asombroso del mundo, iluminaba de misterio la habitación con una intensa luz roja de diodos led, pero sobre todo con su sonido estereofónico. Hasta ese momento, el único artefacto con la capacidad de despertar mi atención sonora era el televisor Iberia de último modelo que mi padre compró antes de que yo naciera. Aquel aparato era una ventana azulada a un mundo gris.
Un día indeterminable, un día cualquiera de una primavera en los años setenta, mi hermano llegó con un disco. Los discos de polivinilo poseían una magia especial, venían en un enorme sobre cuadrado, enorme para mis pequeñas manos de niño. Tenía una gran foto en el frontal. En el interior habitaban todos los deseos musicales imaginables. Al sacarlo de su funda traslúcida de polipropileno se sentía la emoción de lo desconocido, en un mundo tan nuevo como viejo, en un tiempo de cambios sociales que yo no alcanzaba a comprender. Sujetando el frágil objeto con la palma de la mano era inevitable olerlo, nunca he olido nada parecido. Hoy, cincuenta años más tarde, sigo recordando ese olor, siento que huele a mi infancia.
Con precisión de cirujano, mi hermano posaba la aguja sobre la interminable cordillera de microsurcos. El movimiento circular era hipnótico, no podía dejar de mirar e intentar parar en mi mente la imagen del centro del disco. Aquella mañana de sábado, aquel tipo barbudo de la foto cantaba en un idioma incomprensible. Su voz ensanchaba con música mi estrecha calle, sentí que mi cuerpo abandonaba mi casa, el barrio, la ciudad, como si pudiera elevarme por encima de todo. Allá en las alturas se podía ver la Vega de Granada, verde verde, y Sierra Nevada blanca blanca. Haciendo un esfuerzo imaginativo podía llegar a “ver” el Mediterráneo de un azul intenso y África al otro lado.
Trataba de inventarme qué quería decir Cat Stevens en la canción que me hacía volar. La mañana no se ha roto, ha amanecido como la primera mañana (“Morning Has Broken”). Mis sentidos se abrieron de par en par a la mañana, a la música, a la primavera, a la vida. Luego llegaron Simon y Garfunkel cruzando un puente de aguas turbulentas y Dylan llamando insistentemente a las puertas del cielo, “Knockin´On Heaven´s Door “; su fea voz nasal musicó las vidas de varias generaciones. Entonces me di cuenta de que echaba mucho de menos lo que todavía no conocía, en esto llego Pink Floyd. Aún no he dejado de escuchar la guitarra de David Gilmour tratando de encontrar la cara oculta de la Luna. Yo no sabía qué era el Rock, ni la música sinfónica, pero sí que aquellos sonidos me levantaban del sofá forrado de skay, elevándome, sacándome de la rutina que transcurría entre el lunes y el viernes, entre la escuela y mi casa.
Entonces faltaban años para que apreciara la música clásica, la ópera, a los cantautores, el flamenco que cantaban mis tíos en las fiestas familiares, a Antonio Mairena, que mi padre escuchaba en el tocadiscos de la felicidad los domingos. Aún no me emocionaba con la voz Billie Holiday o Aretha Fanklin, no me conmovía la trompeta de Miles Davis. Los años setenta transcurrían entre cambios enormes, la muerte del “abuelillo” que decía no sé qué de un contubernio judeo-masónico, dio paso a un pavisoso rey rubio. La ropa de los domingos, el regaliz y la pesada misa de 11 eran las cotidianidades festivas. Deportistas, delincuentes ficticios y reales, se repartían la pantalla de cristal, Pirri, Nadia Comaneci, Luís Ocaña, Mariano Haro, El Lute y Arias Navarro.
También salían guerras interminables como la de Vietnam o la de Palestina. El general Moshé Dayan llevaba un parche de cuadros en un ojo, a juego con el traje. Nadie recuerda la guerra de Vietnam, pero Palestina sigue en los telediarios. Pobre pueblo judío, perseguido hasta casi hasta el exterminio. Pobre Israel haciéndose más y más grande, más y más rico, a base de ser “oprimido” por los palestinos. Teniendo que repeler la cobarde defensa a su valiente agresión.
Aquella mañana ha quedado detenida en el tiempo. Aún cierro los ojos y dejo que la luz primaveral me traspase la dermis. Mi hermano murió hace años, Cat Stevens ahora se llama Yusuf Islam. Ya no recordamos quienes fuimos, de dónde venimos, lo pequeño que era todo. Los tiempos cambian, pero los niños lo son en todas las épocas, en todos los países. Las músicas y las mañanas se repiten en todo el mundo. Pero Israel sigue robando y asesinando a personas inocentes. Hace mucho que se acabaron las mañanas, la música y las primaveras luminosas en Palestina, se quedaron sordos, nosotros ciegos.