Veinte años después de la muerte de Carlos Gardel, los tangos del inmortal cantante argentino estaban en plena vigencia en el espacio de discos dedicados de Radio Sevilla y también en radio Cáritas de Fuentes. A pesar de la censura ejercida por la iglesia, propietaria de la emisora, un Gardel "amoral y canalla", pero consagrado por uno de los públicos más exigente y snob de la época como era el parisino, aún le hacia bastante sombra al incombustible Juanito Valderrama y su primera comunión y a un incipiente Manolo Escobar y su primer bautizo. Su muerte prematura contribuyó, en gran manera, al aumento de su popularidad.

El excelente artículo de Emilio Castro, publicado hace unos días en este periódico con el título "La extinción de los vencejos", ha sido el detonante que me traído a la memoria un episodio de mi niñez en Fuentes relacionado con la muerte de uno de estos pájaros en circunstancias equiparables, salvando las distancias, a las del famoso Morocho del Abasto, los dos encontraron la muerte en pleno vuelo.

La progresiva extinción de los vencejos, y tantas otras cosas, me produce una desazón parecida a la que deja traslucir el autor en su artículo. Pero el haber venido al mundo veinte años antes que él hace que, durante cierto tiempo, tuviera la fortuna de creer que la llegada de los vencejos cada verano y su marcha en otoño era algo tan inmutable como la salida y la puesta del sol. Similar a la rueda de las estaciones, al mulero que cada mañana pasaba por delante de mi casa con el cabresto en una mano y el pantostao en la otra, mientras el mulo dejaba una ristra de cagajones que iba de una punta a otra de la calle. Igual de inmutable que el tintineo de los cencerros de los borricos de Navajilla por la carretera de Marchena. Imperecedero como el paso del relojero gitano que ponía su taller en una mesita en la puerta de la posada de Plácido, allí en la plaza de abastos.

Perpetuo como las riñas de los arrieros borrachos en el patio de la posada, que reportaban directamente a Espronceda, romper después las copas, los platos, las barajas y, abiertas las navajas buscando el corazón, el ruido y el olor de la cafetera de la taberna de Francisquillo. Lo mismo que las voces de los pescaeros pregonando la sardina, el boquerón o la pijota. Tal como una suerte interminable de personajes y circunstancias que, visto cómo van las cosas hoy, fueron un espejismo de un oasis en el que nunca se convertiría el mundo, y su corta duración daba validez a lo que afirmaba Gardel en su famoso tango "Volver". Que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, pero sí que fueron algo, ya que dejaron un sustrato tan consistente como aquel fango del fondo del barranco los Arrieros, que se resiste a ser diluido por las aguas del tiempo.

Antes de que "la técnica y el progreso" imprimieran una bestial aceleración a los ciclos de creación-destrucción, pasaban cosas que seguramente no tendrán gran peso en la historia, pero tal vez su sencillez e insignificancia las haga dignas de ser recordadas. No sé si este modesto relato merecerá tal consideración, pero allá va. Un día de primeros de junio de un año que bien pudo ser 1955, seguro que era festivo pues no había escuela, después de desayunar salí a dar una vuelta por el Portillo a ver si andaba por allí la pandilla. De encontrar a los colegas habríamos echado un plim o una cingulera. Sin embargo, uno que venía del campo pelota me dijo que los había visto por la Cruz Juan Caro cogiendo babasas (babosas), por la cuneta, que con el fresquillo de la mañana se hacían visibles. Teníamos la extraña afición de ponerlas en la correílla del tirador para lanzarlas al cielo. Babosas voladoras.

A mí, esta diversión me resultaba algo asquerosa, pues muchas veces reventaban entre los dedos, así que tiré para el Pozo la Reja. Cuando pasaba por delante de la cochera donde Joseíto Caco, por un módico precio guardaba los carros de muchos mayetes durante el tiempo en que no los necesitaban, oí que me llamaban a gritos desde una era cercana. Me acerqué y allí había un chaval algo mayor que yo guardando unas cuantas gavillas de habas que se estaban secando para la trilla. Era mi primo. Me dijo que, si me quedaba un rato a hacerle compañía, por la tarde iríamos al barranco los Arrieros a tirarle a las golondrinas.

Me cuadró la propuesta y echamos unas cuantas manos al zorro y las gallinas hasta que al mediodía vino su padre a relevarlo y nos fuimos a comer, cada cual a su casa, quedando citados para la tarde en el puente la Lagunilla. La tarde era la tarde, en el más amplio sentido de la palabra, y como ninguno de los dos tenía reloj, yo llegué primero. Mientras él venía me entretuve en tirar piedras a la vía y, de paso, al tren si pasaba alguno. Cuando pasaba la Zorrilla nos escondíamos tras el parapeto del puente para que no nos viese.

Al cabo de un rato llegó mi prio y nos fuimos para el barranco, que a aquella hora era un hervidero de todoritos (libélulas), golondrinas y vencejos, que nosotros llamábamos aviones. Evolucionaban en un incesante y vertiginoso vuelo, casi a ras de agua, entre espesas nubes de mosquitos. Sacamos los tiraores y nos dispusimos a la caza. Un buen tirador en manos de un adulto representaba una relativa amenaza para los pájaros, pero en manos de chavales de siete u ocho años eran tan inofensivos como un traqui-traque. Aparte de no tener la fuerza necesaria para estirar las gomas lo suficiente para imprimirle a la piedra verdadera fuerza destructiva, teníamos tal falta de puntería que no le acertábamos a un pajar a diez pasos, así que causábamos más estragos en las tejas que en la fauna. Sin embargo, era tal la cantidad de pájaros que sobrevolaban el barranco y a tan corta de distancia, que casi podíamos tocarlos con la mano.

Contra todo pronóstico, cuando más embelesado estaba yo admirando aquel ballet aéreo, en el que pájaros, libélulas y mosquitos ejecutaban una coreografía que haría palidecer de envidia al mismísimo Rudolf Nureyev, oí a mi primo chillar "¡le he dao, le he dao"!, seguido de un golpe sordo como el de una piedra al caer en el agua. Allí estaba el animal, con la cabeza medio hundida en la espesa verdina, aleteando desesperadamente con una sola de sus extremidades, pues la otra se la debía de haber destrozado la piedra. Mientras luchaba denodada e inútilmente por remontar el vuelo, yo me preguntaba qué mecanismos pondría en marcha para asumir su muerte cuando comprendiera la inutilidad de sus esfuerzos. El instinto no le había enviado ningún aviso de que aquel día habría de enfrentarse a semejante contingencia.

El vencejo no pudo entender aquel día, ni podrá entender nunca, que su muerte inesperada y la lenta pero inexorable destrucción de su especie a lo largo de los años venideros era debida a la acción de un animal que al instinto depredador sumaba otra cualidad que lo hacía mucho más peligroso: la inteligencia para fabricar artefactos que mataban a distancia, desde el más rústico e insignificante tirachinas hasta la más sofisticada y destructiva de las bombas atómicas. Este animal no es otro que el hombre, creado, según la iglesia, a imagen y semejanza de un dios infinitamente bueno, sabio y, sobre todo, poderoso.

Mientras yo permanecía sentado en el borde del barranco observando cómo se abría un hueco en la espesa verdina y el animal se hundía sin remisión en las estancadas aguas, mi primo viendo que no celebraba su triunfo, como él pensaba que correspondía, me dijo "venga, primo, que ya tenemos uno". No eran aquellos tiempos para melindres en lo que respectaba al tratamiento dado a los animales en general. Estábamos curtidos. Un día u otro habíamos visto retorcerle el pescuezo a un gallo, matar un conejo o apalear un borrico. A veces, incluso íbamos a la puerta del matadero a escuchar los berridos de los guarros cuando les cortaban el pescuezo. Sin embargo, el espectáculo del vencejo hundiéndose en las aguas del barranco me resultó, no sé por qué, un plato de complicada digestión.

Como mi primo insistía en que continuáramos con la actividad cinegética, le dije "primo, ahora tendremos que confesarnos. El cura dice que matar una golondrina es pecado porque fueron las que le quitaron las espinas de la corona a Jesús cuando estaba en la cruz". Él me respondió que los curas meten más trolas que la Gaceta y, además, no era una golondrina, sino un avión (vencejo). El libro de historia sagrada dice que dios puso los animales en la tierra para que el hombre los matara y se los comiera". "Sí, pero estos pájaros no se comen", le repliqué. "¿Por qué no vamos a tirarle a los gorriones del tejao del Calvario?".

Así lo hicimos, pero por no contradecir lo que afirma el refrán sobre segundas partes, en cuanto sonaron dos pedradas sobre las tejas del Calvario salió un tal Carriles, otro pájaro de cuentas que en aquella época tenía a su cuidado el mantenimiento de la ermita, que empezó a increparnos a gritos, "¡sinvergüenzas que me vais a romper todas las tejas, ya veréis si os pillo!" y arrancó a correr detrás de nosotros. Pronto se hizo evidente que sus esfuerzos por agarrarnos serían tan infructuosos como los aletazos del vencejo por salir del barranco, así que le dije a mi primo "afloja que éste no nos pilla". En un trotecillo nos plantamos en la era. Allí encontramos a su padre con una manta, que dijo que se quedaría toda la noche guardando las habas y nos mandó para casa. Empezaba a oscurecer.

Veinte, o tal vez treinta años más tarde, leí en algún periódico una crónica de un afamado ornitólogo sobre el vencejo común en la que calificaba al animal de milagro de la evolución y maravilla de la naturaleza. La razón es que podía sostenerse en vuelo permanente hasta ochocientas o novecientas horas sin posarse en ningún momento, al tiempo que lamentaba que desde hacía algunos años se había detectado una disminución preocupante de la cantidad de vencejos que llegaban a nuestros territorios cada verano.

Pasaron veinte años y un día. Iba yo a buscar el coche para ir al trabajo cuando vi en el hueco de un árbol algo que en principio me pareció un murciélago muerto, pero al mirarlo de cerca vi que ni era murciélago ni estaba muerto. Era un gorrupato de vencejo. "Y ahora qué hago yo contigo", me dije. "Si te dejo aquí, dentro de un rato estarás muerto y, si te llevó conmigo, también". Si quisiéramos darle un toque de misterio y fantasía a la cosa, diría que desde el fondo del barranco de los Arrieros me llegó la respuesta. "Tú ya sabes lo que tienes que hacer", me dijo una voz interior. Así que, sin ninguna fe en su supervivencia, lo puse en el asiento del coche, me lo llevé al trabajo, lo metí en una caja de cartón y le puse unas gotas de agua con un poco de azúcar disuelto en el tapón de una botella de coca cola, convencido de que aquello no serviría para nada y que antes de acabar la jornada lo encontraría muerto. Igual solo hacía unas horas que se había caído del nido, pero el animal se aferraba a la vida con una tenacidad fuera de lo común.

Yo había visto gorrupatos de gorrión en semejantes circunstancias y no habían durado ni media hora. Observé que tenía una pechuga exageradamente larga y robusta en comparación con el resto del cuerpo. Se acabó la jornada de trabajo y volví a hacerme la misma pregunta: "ahora qué hago yo contigo". Total, que lo cogí con caja incluida, lo metí en el coche y me lo llevé a casa. Le pusimos unas migajas de pan remojado dentro de la caja y cuando llegó la hora nos fuimos a dormir convencidos de que a la mañana siguiente lo encontraríamos muerto. Pero qué va, el bicho era tozudo y a la mañana siguiente no estaba muerto ni mucho menos. Había comido algo de pan mojado y se arrastraba de un lado a otro de la caja.

Como no sabíamos muy bien qué hacer, nos acercamos al veterinario, que nos confirmó que era un vencejo común y que podríamos criarlo hasta que estuviera en condiciones de remontar el vuelo dándole migajas de yema de huevo duro y de galleta remojada. Al día siguiente, el bicho ya trataba de salirse de la caja y ensayaba los graznidos propios de la especie. Al tercer o cuarto día de tenerlo en casa caí en la cuenta de que en un punto del trayecto al trabajo veía al borde de la carretera un cartel que decía Torreferrusa, centro de acogida y recuperación de aves migratorias. Al otro día lo llevamos convencidos de que allí sabrían mucho mejor que nosotros lo que convenía hacer. Rellenamos un papel indicando las circunstancias en que había encontrado al animal, le abrieron una ficha y allí nos separamos. Al cabo de un mes pasamos para informarnos sobre su evolución y nos confirmaron que había sobrevivido y que hacía un par de días que lo habían soltado.