Cuando aprobé las oposiciones en 1965 me destinaron a Écija, tomé posesión y las primeras noches dormí en el hotel Pirula, el mejor de la ciudad y lugar de reunión de toreros y artistas del momento. Pero cuando me enteré del sueldo mensual que ganaría como administrador de Correos (2.500 pesetas) me tuve que mudar a la pensión Alcántara, en la calle Padilla. A pesar del considerable alivio económico, solo ganaba para pagar la habitación. La comida me la tenía que averiguar con las fiambreras que me preparaba mi madre los fines de semana en Fuentes, haciéndome una tortilla o con un bocadillo del bar Chico o del Casimiro. Fui perdiendo peso por la deficiente alimentación y la medida alternativa fue dormir en Fuentes, en casa de mis padres, con mucha mejor alimentación y con el reducido coste de los billetes de ida y vuelta en el tren de la línea de Córdoba a Marchena.

En 1970 dejó de funcionar la línea del ferrocarril de Córdoba a Marchena y, aunque yo tenía una magnífica moto italiana Ducati de 250, cuatro tiempos, la fama de Ángel Nieto ganando campeonatos nacionales, europeos y mundiales, me hizo cambiarla por una Bultaco, con la que iba y volvía diariamente. En verano estaba muy bien y con mi juventud veinteañera, hasta disfrutaba adelantando algunos coches, pero cuando llegó el invierno, a las ocho de la mañana era terrible el frio. En La Luisiana tenía que parar a desentumecerme las manos metiéndolas en la boca para poder frenar o embragar.

En 1972 ya estaba harto de moto y de pasar frio. Juanito Vespa me facilitó un Renault 4L, verde, cinco puertas, que me vendió Sara Martín, que lo tenía en la cochera de la casa de sus padres en la calle Virgen de la Piedad, en perfecto estado de chapa y motor. Yo fui su quinto propietario, me costó 28.000 pesetas, incluida la comisión de Juanito Vespa, la gestoría y el posible impuesto, si es que lo hubo.

La vida me había dado un giro de 180 grados: de los chigates de leche y la boñiga pasé a vivir en una flamante vivienda oficial recién construida, con derecho a luz, agua y teléfono, a ir todos los días como un señor conduciendo mi propio coche y hasta con calefacción (la refrigeración no le echaba de menos porque aún no se conocía en los vehículos de aquella fecha). Todos los fines de semana a la playa, algunos a Sierra Nevada (con algunas paradas en la subida para refrigerar con puñados de nieve sobre el motor, cuando le subía la temperatura. Era un espectáculo la nube de vapor de agua que nos envolvía cada vez que al motor caliente le caía la nieve), otros “al extranjero”, a Villa Real de San Antonio, en Portugal, y hasta otro continente, a Ceuta en el ferry desde Algeciras. De vacaciones a Benidorm, al Valle de los Caídos, a Galicia, Andorra… Era un no parar.

Con 50 pesetas llenaba el depósito de gasolina y me daba para ir a Madrid y callejear (siempre encontraba aparcamiento en la plaza de Santa Ana). No sé los kilómetros que le haría a aquel coche, pero seguro que más de 200.000. Yo mismo le cambiaba el aceite y el filtro del aire y el único problema que tenía era que, cada mil kilómetros aproximadamente se le rompían los platinos. A la segunda o tercera vez puse mucha atención a cómo hacía el cambio el mecánico y siempre llevaba uno de repuesto. Me dijo un cartero, Emilio Ordoñez, que llevara también un naipe, o varios, de una baraja de cartas, para que me sirviera de leva interponiéndolo entre los dos platinos a la hora de ajustarlos. Desde aquel momento el coche no volvió a entrar más en un taller, los cambios de platinos, aceite y filtros, los hacía yo.

Pero una noche, lloviendo, al paso por el castillo de la Monclova, justo a la altura del eucaliptal, el coche se quedó parado. Era obvio, ¡los platinos!. A pesar de la fina lluvia, la experiencia adquirida en casos anteriores y la tranquilidad de tener un nuevo repuesto, varios naipes y un destornillador adecuado, me hizo no perder los nervios y poner manos a la reparación: abrí el capó, quité la tapa del distribuidor “delco”, desenrosqué los dos tornillos que fijaban la pieza averiada, me metí los dos tornillos en la boca para no tenerlos que localizar en la oscuridad, retiré los platinos averiados, presenté los nuevos en su lugar, cogí de la boca uno de los tornillos y lo enrosqué en el lugar que servía de bisagra, sin apretarlo del todo y... ¡Ohhhhh Dios mío! cuando saqué de la boca el segundo tornillo, se me escurrió de la mano y lo sentí tintinear por el motor hasta caer al suelo.

No había nada que pensar, ni perder el tiempo buscando alternativas, me tendí bocabajo en el suelo mojado, palpando con muchísimo cuidado y paciencia todo el alquitrán que había debajo del motor. Me pareció una eternidad el tiempo que estuve mapeando el terreno con las palmas de la mano, pero la constancia y el convencimiento de que no había otra alternativa me dio el premio de conseguir recuperar el tornillo, que me volví a meter en la boca para no perderlo mientras salía de los bajos del motor y me ponía de pie. Lo atornillé en su ubicación, interpuse un naipe entre los dos platinos, apreté los dos tornillos para fijar la distancia, saqué el naipe, volví a colocar la tapa del distribuidor “delco”, cerré el capó, accioné la llave de contacto y, nada nuevo, como siempre, arrancó a la primera.

En la subida de la cuesta desde el arroyo de la Madre de Fuentes hasta La Luisiana, noté que el motor deba algunos tirones y no tenía la fuerza habitual, pero como ya era la medianoche, yo estaba empapado y el coche seguía andando a pesar de los tirones, decidí llegar a Écija como fuera. Al día siguiente llevé el coche al taller de la casa Renault de los Hermanos Berdugo, en la Alcarrachela, aproximadamente donde ahora está la droguería López o el Bar de los hermanos de la Vega.

Le conté lo sucedido al mecánico que, con una buena leva, reguló la distancia correcta entre los platinos (mi error fue que el naipe estaba mojado y el cartón se había hinchado, dando más distancia de lo debido para que saltara la chispa eléctrica). Cuando terminó el trabajo, se limpió las manos y, mirándome fijamente con aplomo, me puso una mano en el hombro y me dijo: “Perdona, te voy a dar un consejo: yo te creo, porque aquí están las pruebas de las piezas y la forma como me lo has contado. Pero te aseguro que si me hubiera pasado a mí, con los años de mecánico que llevo, ni se me hubiera ocurrido intentarlo.

(En la foto que abre este artículo, el autor en 1972 junto al R-4 de sus aventuras)