Hace unos días, en un lugar de la Mancha de cuyo nombre..., asistí a dos actos de naturaleza diametralmente opuesta. Uno de ellos era una reunión para organizar un acto de exaltación de la república coincidiendo este pasado viernes, 14 de abril, con la conmemoración de la proclamación de esta forma de organización política. En el segundo acto, en vísperas de la Semana Santa, la exaltación iba dirigida, obviamente, a las imágenes religiosas que días después saldrían en procesión por las calles de la localidad.

La estética imperante en uno y otro acto difería sobremanera. Banderas republicanas en uno, rojigualdas en el otro. Desaliño indumentario en uno y atildamiento extremo -pijo diríamos- en el otro. El segundo, pese a su carácter privado y religioso, empezó con el himno nacional con todos los asistentes solemnemente puestos en pie. Nada extraño. Previsible todo. Está claro que los asistentes al primero eran de izquierdas y los del segundo, si no eran de derechas, lo parecían enteramente.

Hasta aquí, nada que objetar. Las objeciones vienen de dos hechos que resultan llamativos y muy chocantes. El primero de ellos es que en el acto de la república no había casi nadie con menos de 60 años, mientras que en el de Semana Santa predominaba la juventud, aunque también había algunos talludos. Es decir, al lado de los valores del progreso, libertad, la cultura y la igualdad, viejos. Al lado del conservadurismo añejo, la religión, la rigidez y el orden, jóvenes. Como si por algún sortilegio inexplicable, un espíritu maligno hubiese decidido invertir los papeles tradicionales de la izquierda y la derecha.

¿Hay que recordar aquí que la juventud siempre ha sido la encargada de romper con lo establecido, hacer saltar los corsés, mirar al futuro y abrir cauces nunca antes explorados?. Por definición, la juventud es (¿era?) iconoclasta, avanzada y disconforme. Los viejos, en cambio, han sido siempre dados a mirar al pasado con nostalgia, conservadores, retardatarios, desconfiados y temerosos de Dios. Gente de orden, sometida la valores como la jerarquía, las tradiciones y el respeto por lo establecido. La visión de esas dos reuniones acabó de activar un temor nacido tiempo atrás con el resurgir político de la extrema derecha, paradójicamente impulsada por el voto joven y pobre. ¿Qué ha pasado para ese cambio de papeles?

El otro hecho paradójico es que el acto republicano resultó tenso, plagado de intervenciones desabridas y culminado con una estampida de los asistentes con caras de pocos amigos. Todos estaban contra todos por pura ambición de protagonismo. Más que los ideales de igualdad, libertad, tolerancia, democracia y progreso propia de los valores republicanos, los asistentes conjugaban a la perfección el más endemoniado abanico de los pronombres yo me mí conmigo. Y el que no está conmigo está en contra de mi: el mal que siempre pierde a la gente de izquierda. Personalismo y protagonismo. El acento siempre en la diferencia, aunque ésta no sea más que un leve matiz. En cambio, en el acto del himno nacional, sonrisas, abrazos, besos y sonoras palmadas en las espaldas. Ambiente optimista, alegre. Oscuro, casi tenebroso, barroco, viejuno, pero atmósfera de unidad. Euforia incluso.

El signo de los tiempos cambia, claro está, pero a uno no deja de sorprenderle. No tanto la división de la izquierda, algo a lo que ya nos tiene acostumbrados, como que una parte importante de la juventud -uno quiere pensar que no mayoritaria- haga el papel reservado a los viejos. Que los viejos defiendan la libertad, la cultura, el cambio, el progreso... es motivo de alegría. Pero ver a la juventud -ojalá sea sólo una pequeña parte- alineada con el orden, la disciplina, la jerarquía, el conformismo, cuando no la derecha o la extrema derecha... inquieta. Por cierto, ha fallecido a los 93 años Mary Quant, la creadora de la minifalda.