En el silencio de las sombras del pasado se esconde el eco de los recuerdos que mi madre guardaba celosamente en su corazón. Mi madre, Dolores Hidalgo Moreno, nos hablaba con voz entrecortada del hambre que devoraba sus días en el pueblo, y de cómo aquel lugar guardaba en sus calles los susurros de la tragedia que marcó su infancia. Su relato se entretejía con la memoria de un padre ausente, arrebatado por la violencia de aquellos que sembraron el dolor en su familia.

La noche en que se llevaron a mi abuelo, mi madre estaba sumida en un sueño profundo, ajena al tormento que se desencadenaba en su propio hogar. Cuando finalmente abrió los ojos, el amargo sabor de la tragedia impregnaba el aire y los sonidos de dolor y desesperación llenaban cada rincón de la casa. En un instante, el mundo de mi madre se desmoronó, y se vio envuelta en una realidad marcada por la pérdida y el sufrimiento. El contraste entre la paz de su sueño y el caos que la esperaba al despertar resalta la brutalidad de aquel momento y la profunda cicatriz que dejó en su corazón.

Nuestra infancia fue enriquecida por las historias que mi madre compartía con nosotros, un caleidoscopio de vivencias que abarcaban tanto momentos de alegría como de adversidad de su juventud. Para comprender plenamente la historia de mi tío es esencial sumergirse en los relatos que ella nos transmitía con tanto cariño. Ella es el puente que une los recuerdos, guiándonos con amor a través de un pasado donde, a pesar de la tragedia y la injusticia, encontramos lecciones de resiliencia y esperanza.

Recuerdo cómo buscaba entre los libros de historia del campo de Mauthausen, escudriñando cada página en busca de algún rastro de su hermano perdido, aferrándose a la esperanza de hallar una pizca de verdad en medio de la oscuridad. Y así, poco a poco, me vi obligada a enfrentarme a una historia que había sido sepultada bajo capas de dolor y silencio. Era un deber pendiente que le debía a mi madre, una promesa tácita de mantener viva la llama de su memoria.

Comencé mi búsqueda en las entidades memorísticas, recorriendo los caminos de la memoria colectiva en busca de respuestas. La idea de sumergirme en la querella Argentina cruzó mi mente y, entre idas y venidas, mi camino se cruzó con el de Manu, un compañero de viaje que compartía mi ferviente deseo de justicia y verdad. Los dos nos lanzamos a buscar información sobre mi tío, enfrentando los obstáculos con determinación. Con cada paso que dábamos, con cada descubrimiento que hacíamos, nos sentíamos más cerca de nuestro objetivo: esclarecer el pasado y buscar justicia para aquellos que ya no están.

Pero mi búsqueda no se detuvo ahí. Otro de mis objetivos, un sueño compartido con mi madre que nunca llegó a cumplirse, era visitar el campo donde mi tío sufrió inenarrables horrores. La primera vez que intentamos hacerlo nos enfrentamos a las barreras de la infraestructura, pero no nos detuvimos. No pudimos ir al campo, pero desde Austria, enviamos una placa conmemorativa que llevaba consigo el peso de nuestra memoria y el amor por aquellos que ya no están.

Tiempo después, acompañada por mi hijo, finalmente pude pisar aquel suelo marcado por el dolor y la desolación. Cada paso que dábamos resonaba con el eco de las voces silenciadas y cada fotografía que contemplábamos era un testimonio mudo de las vidas perdidas en aquel lugar. Cuando llegamos al campo y nos enfrentamos a las escaleras de la muerte, la realidad golpeó como un puñetazo en el estómago. La guía nos contó sobre los 186 escalones empinados y el sufrimiento que cada uno de ellos encierra. Pero lo que me dejó sin aliento fue que cuando mi tío llegó al campo, aquellas escaleras todavía no existían. En su lugar, los prisioneros tenían que subir y bajar por la montaña con piedras de granito a sus espaldas.

Intento imaginar el tormento de aquellos hombres, luchando contra la gravedad y el agotamiento, con cada paso arrastrando el peso de su propia condena. La imagen de sus cuerpos maltrechos, el eco de sus gemidos de dolor resonando en el silencio desolado de la montaña, se graba en mi mente como una cicatriz imborrable.
Es un recordatorio brutal del sufrimiento inimaginable que soportaron, una muestra palpable del horror que se vivió en aquel lugar. Y aunque las escaleras de la muerte hoy sean solo un monumento en memoria de aquellos que perecieron, su presencia sigue siendo una prueba contundente del sufrimiento humano en su forma más cruda y despiadada.

Recuerdo claramente mi primer pensamiento al llegar al campo: quería seguir los pasos de mi tío, caminar de Mauthausen a Gusen como él lo había hecho día tras día. Pero pronto me enfrenté a la realidad desgarradora de la distancia insuperable y la imposibilidad de replicar su camino en un tiempo razonable. En Gusen me encontré con un paisaje desolador. Casi no quedaba nada del campo de exterminio, apenas unos vestigios que sostuvieran el peso de la historia que encerraban. Lo poco que se conservaba se debía a la intervención de asociaciones memorísticas italianas, que habían adquirido los terrenos donde antes se alzaban los hornos crematorios. Pero eso era todo. El resto del lugar parecía haber sido borrado por completo, como si el mundo hubiera decidido dar la espalda a la memoria de los que sufrieron allí.

Lo que más me sacudió fue la transformación de los lugares que una vez fueron testigos de inimaginables horrores. La entrada principal del campo, por donde mi tío y miles más entraron con miedo en el corazón, ahora es propiedad privada, un triste recordatorio de cómo el paso del tiempo puede borrar incluso las huellas más profundas del sufrimiento humano. Y lo que solía ser el lugar de tortura, el epicentro de tanto dolor y angustia, ahora alberga una bodega, como si la historia misma se burlara de la tragedia que allí se vivió.

Es devastador pensar que, en pleno siglo XXI, aún haya quienes se nieguen a recordar, a enfrentarse a la verdad incómoda de nuestro pasado. La lucha por preservar la memoria de aquellos que sufrieron en este lugar es una batalla desigual, marcada por la indiferencia y la negación. Y mientras el gobierno austriaco intenta adquirir aquel terreno para mantener viva la memoria de las atrocidades que allí ocurrieron, los propietarios se aferran a su propiedad, cerrando los ojos al dolor y el sufrimiento que aún impregnan cada rincón del lugar maldito. Es una tragedia que se repite una y otra vez, una herida abierta en el corazón de la humanidad que se niega a cicatrizar.