La desinformación que intoxica a nuestro Sebastián, descrita en los capítulos 1 y 2 anteriores, ya no es un error anecdótico: es estructural. Es una estrategia. Se ha convertido en una herramienta política que moldea percepciones y decisiones, especialmente entre los más jóvenes. El riesgo es profundo. No solo por el daño que la desinformación causa a la democracia, sino por el tipo de ciudadanía que está formando: una que, como Sebastián, ya no distingue entre la verdad y el delirio. Como advierten investigadores y periodistas, cada vez que el rigor periodístico se diluye, el bulo gana terreno.
Atrás queda aquel día en que le pusieron a nuestro protagonista un teléfono móvil en la mano como regalo de primera comunión, y más atrás aún, aquellos años en los que, con apenas dos o tres, permanecía calladito, sin molestar, atrapado en su espeluznante guardería digital, mientras papá y mamá, desentendidos, cenaban y se tomaban tranquilamente una copa, confiando en que el cachivache electrónico mantendría sedado al retoño.
Ahora, convertido en adolescente y amamantado por las redes sociales, con la poda neuronal en plena operación, forma parte de esa juventud española que vive -y padece- la profunda transformación de las dinámicas informativas y sociales. Una transformación que ha sido aprovechada por sectores de ultraderecha a los que nuestro protagonista prestó oído y de los que se empapó con docilidad: propuestas antifeministas, individualistas, racistas, insolidarias... Todo ello sin que papá y mamá se percatasen de lo que estaba ocurriendo, mientras las redes sociales difundían sin pudor una imagen distorsionada del franquismo, presentándolo como una etapa de orden, progreso y unidad nacional.

El respaldo a partidos de extrema derecha entre los jóvenes ha aumentado significativamente. Un estudio de la Universidad Pompeu Fabra revela que, en 2024, más del 21% de los hombres jóvenes apoyó a partidos de extrema derecha, frente al 14% de las mujeres del mismo grupo de edad. La juventud muestra una desconfianza creciente hacia las instituciones académicas y los medios de comunicación tradicionales y recurre cada vez más a las redes sociales como principal fuente de información. En este contexto, se ha observado una brecha de género cada vez más marcada en las actitudes políticas de los jóvenes: mientras que las mujeres jóvenes tienden a mantener posturas progresistas, los hombres muestran una inclinación creciente hacia la derecha radical.
Ese fenómeno ha sido relacionado con sentimientos de agravio entre los hombres jóvenes y con la influencia creciente de la llamada “manosfera”, un ecosistema digital que mezcla discursos antifeministas, resentimiento identitario y referentes masculinos de corte autoritario. La serie Adolescencia retrata con crudeza cómo un adolescente puede verse arrastrado por estos discursos tóxicos en internet y cómo esa influencia deriva en transformaciones emocionales, conductuales y, en casos extremos, en actos de violencia. La manosfera no aparece allí como una anécdota, sino como un factor real y peligrosamente estructurado.
Sebastián ha estrenado un deslumbrante iPhone de última generación al cumplir los dieciséis -a pesar de sus notas bajísimas y predecible en quien pasa más de seis horas diarias tonteando en TikTok- y hace ahora sitio en su flamante pantalla a la realidad en que se ha convertido la política española: una picadora de carnaza donde cada nuevo escándalo -real o manufacturado- desaloja del presente y sepulta en la indiferencia los anteriores. Se entretiene viendo vídeos cortos en los que corruptos confesos y convictos desvían la atención de sus propios delitos acusando a otros de corrupción, entre carcajadas, efectos sonoros y frases cortadas con bisturí algorítmico. Sin embargo, las personas bien formadas, con experiencia y criterio -el enemigo más temible para los beneficiarios de la ignorancia colectiva- no encuentran espacio en las pantallas de nuestro protagonista.

Los más fervientes entusiastas de Trump en España -dirigentes de Vox, auténticos generadores y propagadores de bulos, expertos en surfear las nuevas olas de la desinformación- admiran la audacia de su ídolo, ése que niega el cambio climático, sugiere inyectar desinfectantes, se burla de discapacitados, insulta a mujeres, inmigrantes, periodistas, científicos y hasta a la gramática inglesa. Ese que no dudó en purgar técnicos y especialistas de la Administración federal: desde las agencias de salud y medio ambiente hasta los organismos de educación e investigación científica.
El mismo Trump que quiere convertir a EE.UU. en un estado policial de tecnovigilancia masiva, que nombra a un antivacunas para dirigir políticas de salud y a negacionistas del clima para sabotear cualquier esfuerzo ambiental. El mismo al que los intelectuales más reputados no encuentran parangón histórico, ni siquiera en Nerón. Solo hallan antecedentes a su manera de hacer política en organizaciones criminales. Todo este magma de atropellos y despropósitos, destilado y empaquetado por la ultraderecha española en sus fábricas de desinformación digital, acaba convertido en vídeos de TikTok que sirven de papilla ideológica para Sebastián: fácil de tragar, aunque imposible de digerir críticamente. Ahí aprende a despreciar el conocimiento académico, la evidencia científica y su método hipotético-deductivo, para abrazar en su lugar memes graciosos que se burlan de la verdad.
Qué estremecimiento el de los padres de Sebastián al alzarse el telón de la verdad y descubrir que aquel iPhone que regalaron con tanta ilusión había sido el portal por donde su criatura se deslizó, paso a paso, hasta hundirse en el lodazal de la desinformación que lo transformó en un cómplice entusiasta de esa horda de ignorantes gritones que terminaron por encumbrar a algunos de los seres más abyectos de nuestro tiempo.
Frente a esta realidad, necesitamos estar más atentos a los mensajes que reciben nuestros jóvenes. Al fin y al cabo, la dinámica no es tan distinta de otras que también exigen una implicación constante: los problemas medioambientales, por ejemplo, no se resuelven con un clic, ni basta con desear un planeta limpio para descontaminarlo. Hace falta esfuerzo, hace falta incomodidad. Pues bien, educar -y reeducarnos- también requiere compromiso. Quizá sea hora de que los adultos asumamos nuestra parte de responsabilidad. Porque ni el medio ambiente se regenera solo, ni nuestros jóvenes aprenden por arte de magia frente a una pantalla. En ambos casos, si no intervenimos, lo que se impone es una degradación constante.

La clave no está en burlarse de estos jóvenes descarrilados ni ridiculizarlos. Está en comprender. No para justificar, sino para desmontar con argumentos y sentido común. Sin sermones. Sin altivez. Con pensamiento crítico y responsabilidad colectiva. Porque antes de combatir una mentira hay que entender por qué puede resultar tan seductora.
Y no hablamos solo de adolescentes en plena ebullición digital, como nuestro Sebastián. También hay adultos hechos y derechos -incluso de los que se creen curtidos por la vida- que repiten esos bulos con la misma convicción con la que antes hablaban del parte meteorológico o del precio del pan y se les oye decir que las vacunas llevan microchips, que el cambio climático es un invento o que una élite secreta controla el mundo. ¿Qué hace que estas teorías, tan inverosímiles -y en algunos casos peligrosas, por alimentar el odio o acabar incluso en violencia- calen tan hondo? Es urgente desarrollar estrategias educativas y políticas que promuevan el pensamiento crítico y frenen la difusión de desinformación para preservar los valores democráticos y la memoria histórica.
El vídeo al que lleva este enlace, y que recomiendo encarecidamente, profundiza en esa cuestión. No es solo una advertencia: es también una herramienta. Las normativas educativas y los planes de formación insisten en la necesidad de que centros escolares, institutos y universidades preparen al alumnado frente a la desinformación, el negacionismo y las teorías conspirativas. Y para ello, el profesorado necesita materiales rigurosos, claros y bien fundamentados.
En el contexto actual, esto ya no es solo una cuestión académica. Es un imperativo moral. Vivimos un momento crítico, en el que líderes populistas, sin ningún escrúpulo, están ganando terreno envenenando el ambiente con bulos y desinformación. Desde las aulas no podemos permitirnos el lujo de mirar hacia otro lado. No podemos quedarnos de perfil mientras el descrédito del conocimiento académico se propaga con la eficacia de un virus digital. Es nuestra responsabilidad priorizar este contenido, no como un añadido transversal más, sino como una herramienta urgente para despertar conciencias y generar pensamiento crítico. Porque mientras Sebastián se informa en TikTok, la realidad se distorsiona en su cabeza y los peligros se multiplican. Y para enfrentarlos, el profesorado debe contar con las nociones básicas necesarias para abordar este problema, antes de que sea demasiado tarde, si no lo es ya.
(En el vídeo aludido, que debería interesar a cualquier educador -madres, padres o docentes- se explica con ejemplos reales, qué es exactamente una teoría conspirativa, cómo reconocerla, por qué engancha tanto y qué dice la ciencia al respecto: desde la psicología, la sociología o la antropología. Podemos ver cómo nacen y qué condiciones las hacen prosperar a lo largo de la historia. Y en la parte final, se detiene en algunas de las teorías más extendidas -y más peligrosas- para analizarlas a fondo: su origen, sus puntos débiles, los daños que provocan, las razones de su éxito… y, sobre todo, los argumentos para desmontarlas.)