Camino por la calle, me cruzo con personas mayores acompañadas por mujeres latinas, generalmente jóvenes. No puedo dejar de hacerme preguntas como: de dónde son, qué familia, qué cultura y costumbres han dejado atrás para salvar a esa misma familia, tal vez a ellas mismas. Llegan a España con la esperanza de encontrar una vida, una solución a los problemas que viven cada día en sus países, en sus ciudades o pueblos.

Lo anterior es sólo la superficie que vemos las personas que estamos aquí, al otro lado del Atlántico. Nos quedamos ahí. Pocas veces reflexionamos, nos preguntamos por lo que sienten. Son tan invisibles como necesarias ¿Qué sería de nuestra sociedad, de nuestra forma de vida si estas mujeres un día se pusieran en huelga o desaparecieran de nuestras ciudades y pueblos? ¿Quién cuidaría de nuestras personas mayores? ¿Qué ocurre con ellas cuando enferman? ¿Quién cuida de ellas?

Generalmente hacen su trabajo estando internas en las casas donde cuidan a los mayores, perdiendo la libertad. Tienen que olvidar sus gustos, su forma de cocinar muchas de las veces. No puedo dejar de imaginar cómo sueñan con sus amores, amistades, hijos e hijas, padres y madres; los paisajes y climas que dejaron atrás, sólo porque la desigualdad las obligó.

Me pregunto también porqué escribo estas palabras, para qué. No lo sé muy bien, sólo sé qué hace tiempo quiero prestar mi voz a ellas, hacerlas un poco más visibles, que nos preguntemos cómo son sus vidas, si sus sueldos son justos, si el tiempo que tienen para ellas es el necesario. Si se sienten solas o nostálgicas. Me temo que muchas de las preguntas anteriores no tendrían una respuesta satisfactoria.

Es fácil, desde mi posición de privilegiada de mujer blanca y occidental escribir todo esto, pero no tengo otra solución. Es un deber que hay que cumplir y especialmente buscar la forma para que sean ellas las que hablen, tomen la palabra y se hagan visibles en nuestra sociedad.

(Foto: Ernesto Arias EFE)