Enero, frío y helaero, dice el refrán, pero aquel año además de frío, enero trajo agua, mucha agua, toda la que hace falta hoy. Como en la escuela estábamos de vacaciones, en cuanto escampaba un rato nos íbamos a chapotear en las lagunas que se formaban entre el pozo la Reja y el cementerio viejo, unos llevaban botas de agua de aquellas de media caña que se comían los calcetines, otros llevaban alpargatas y por evitarles toda tentación de canibalismo ya no llevaban calcetines, pero igual se metían en la charca.

El Levante soplaba con fuerza y a más de uno estuvo a punto de sentarlo de culo en el agua. En el borde de una de las lagunas había un perro muerto de hacía varios días, inflado como un tambor y en un momento dado aparecieron varios pajarracos que empezaron a picotearle la panza hasta reventarlo. El claro no duró mucho y el aguacero volvió a descargar con furia. Nosotros echamos a correr cada cual para su casa. Al día siguiente nos levantamos temprano.

Como de costumbre, se cogía la espuerta del cisco y se echaba en la copa el justo y necesario para hacer hervir el café de cebá y tostar el pan. Se hablaba poco durante el desayuno y aquella mañana el único comentario que recuerdo fue el que hizo mi padre: como siga esta agua, las aceitunas se van a pudrir en los olivos y en el suelo. Los mayores, en cuanto acababan el breve desayuno iban a sus labores.

Yo, como estaba de vacaciones, y aquella mañana la lluvia no aflojaba, me quedé sentado en la silla baja con la copa entre las piernas, removiendo de vez en cuando las cenizas. La copa era de barro, retenía el calorcillo bastante rato, y mientas estaba allí sentado recordaba que unos días antes de las vacaciones de Pascua unos alumnos se presentaron al maestro y le dijeron que no sabían cuándo volverían a la escuela porque se iban a Bujalance con su familia a coger aceitunas.

Las cenizas se apagaron del todo y la copa emitió un crujido característico que indicaba que se había agrietado. Normalmente, las copas de barro seco no duraban más de un invierno, pero aún quedaba invierno para rato, así que le dije a mi padre, la copa se ha rajado. Mi padre me dio una peseta y me dijo, cuando pare de llover coge la esportilla de los huevos y te vas ancá Perico el de la polvera y compras una peseta de cemento, que Juan -mi tío el del Barrero- le echará un remiendo a ver si acabamos de pasar el invierno.

Como los otros días, al final se hizo un claro entre las nubes qué aproveché para ir a buscar el cemento. Por la calle La Huerta me encontré con Rosarito Peñaranda, prima de mi madre, que iba ancá la Piompa a hacer unos mandaos y me dijo, Juanito dile a tu padre que esta noche pasaré por vuestra casa para hablar con vosotros. A la noche cuando, ya habíamos cenado y estábamos sentados alrededor de la mesa camilla, apareció Rosarito. Le hicimos un sitio y cuando se calentó un poco dijo "Pablito Molina dice que ha oído por la radio que el aguacero ya se va y le ha encargao a Juan -su marío- que forme una cuadrilla para coger las aceitunas de sus olivos de la Huerta Soto, el cacho que tiene antes de pasar el Alamillo y el que esta después del Alamillo. Quiere empezar cuanto antes y he venido por si os interesa.

Pero el patrón sabe, objetó mi padre, que esos terrenos estarán llenos de charquillos que por la mañana estarán helados y habrá muchísima aceituna en el suelo. Cristóbal, contestó la prima, nadie mejor que yo sabe lo que es tener que romper los cristales de hielo para sacar las aceitunas, pero el patrón, este y todos, dicen que su problema es pagar los jornales y que lo que haya que mojarse para ganárselos es cosa nuestra. La zapatería estaba en pleno declive desde que apareció Segarra, así que mi padre dijo que contara con él, mi hermano y mi hermana mayor para coger las aceitunas de Pablito Molina.

A la noche siguiente volvió la prima para decirnos que la cuadrilla ya estaba completa, que serían Cristóbal -mi padre- Rosarito, su marío Juan Caballero y yo, además de otra mía prima -Pilar Rodríguez, novia entonces de Manolín el cartero- Ramón y Matilde, un matrimonio de mediana edad, y una muchacha que no conocíamos porque la ponía el patrón y ocupaba el puesto de rabero. Habría dos bancos, uno lo llevarían Juan y Ramón y el otro mi padre y mi hermano Pepe. Las mujeres principalmente al suelo y el Rabero o la Rabera, en este caso, a dar porculo to el día, que pa eso le pagaban.

Aunque no formaba parte de la cuadrilla, el primer día mi padre decidió que echara con ellos “un día de aceitunas”. Salimos temprano, casi de noche, y a la altura del Pozo la Reja nos encontramos con Juan y mi prima, que llevaban el borrico, encima del cual iban los dos bancos atravesaos. En el serón iban la romana, las espuertas, los sacos y algunas cosas más. No tardaron en aparecer Ramón y Matilde y pronto formamos una pequeña comitiva.

El día anterior había parado de llover. En cuanto llegamos al tajo, descargaron el borrico, colocaron los bancos, buscaron un olivo apropiado para establecer el jato y colgaron la romana de una rama. Al lado del jato encendieron una pequeña candela con cuatro varetas de olivos que, aunque mojadas ardieron con facilidad. Al rescoldo de aquella efímera hoguera nos calentamos un poco las manos y nos hicimos una tostá con ajo y aceite que consumimos en silencio.

Aún masticaban el último bocado que los hombres ataron el lienzo, se subieron al banco y empezaron a varear. El ruido de las aceitunas al caer sobre el lienzo recordaba el repiqueteo de la lluvia. Los demás agarramos una espuerta y empezamos a recoger las aceitunas del suelo. Cuando el lienzo estaba lleno, las mujeres se acercaban con las espuertas, las llenaban y las acercaban al olivo donde estaba colgada la romana. Los del banco lo iban desplazando alrededor del olivo hasta que estaba todo vareado y, una vez vaciado el lienzo, se desplazaban al olivo más cercano y el resto de la cuadrilla recogía lo que había quedado en el suelo.

Así pasó la mañana, olivo tras olivo, espuerta tras espuerta y la Rabera dando porsaco, ¡eh que en aquel charquillo se han quedao unos peces y hay que cogerlos todos! Antes de comer se procedió al pesaje de lo que había cogido cada cuadrilla se colgaban las espuertas por las asas, del gancho de la romana. Juan, que hacía de manijero, verificaba el peso, vaciaba la espuerta en un saco y hacía en la vara la mortaja correspondiente. Encendimos otra candelilla, alrededor de la cual nos juntamos todos, comimos la tortilla de papas que sabía a gloria y algún cachillo de queso picante.

Mi prima trajo una capachilla de aceitunas acebuchinas que había arreglado hacía unos días y que liquidamos en un momento. Se apagó la candela, se acabó la comida y a los olivos otra vez. Los del banco a varear y los demás a arrastrarnos y a sacar los peces del charco. La Rabera, a lo suyo, que pa eso cobraba. En el camino de vuelta, como el borrico no llevaba carga, me dejaron subirme un rato, pero mi padre me dijo que era mejor ir andando para quitarse el frío.